Las salidas de los CEOs y fundadores de las compañías vinculadas al sector tecnológico se están convirtiendo en una tónica del sector. Especialmente para los grandes imperios de Estados Unidos.
El último de ellos nos sorprendía, o no, hace pocas horas. El creador de WeWork, ahora reconvertida a The We Company, anunciaba que tiraba la toalla. Adam Neumann salía de la compañía que, junto a su mujer, había fundado en 2010. Y no solo eso, además de marcharse, el matrimonio ha decidido deshacerse de una gran parte de su poder de decisión en la junta de accionistas. Es una renuncia por todo lo alto.
Tras este telón, que puede parecer inocente y altruista, se esconde una compleja realidad para el fundador de los espacios de trabajo y la compañía de bienes raíces. WeWork tenía una clara misión: salir a bolsa antes de las campanadas de apertura de 2020. Si bien es cierto que el sector de las inversiones en los mercados públicos para la empresa tecnológica no pasa por su mejor momento -a la vista está el descalabro de Uber y Lyft en sus debuts públicos-, tampoco hay que culpar al entorno de los problemas que residen en lo más hondo de la compañía.
La compañía de bienes raíces sigue la tendencia del resto de grandes unicornios. Grandes valoraciones soportadas por grandes inversiones. En su haber, una larga lista de actividades comerciales que partían del alquiler de espacios de trabajo al nutrido grupo de emprendedores en el mundo. De unos pocos establecimientos en Estados Unidos, WeWork pasó a estar presente en cada una de las capitales de América, Europa y Asia para crear una red mundial: de ahí pasaron fácilmente –y previo pago– a buscarse un hueco en todo lo que puede acontecer en la vida de un emprendedor: escuelas, asesoría financiera, más inmuebles de alquiler, compañía de datos... De esta manera, WeWork crearía, criaría y aprendería de sus inquilinos.
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La duda estaba entonces en cuál era el foco del negocio: ¿inmuebles o personas?. Eso se tradujo en pérdidas millonarias, que parece mentira que sorprendan a los actuales inversores de la compañía teniendo acceso a las cuentas y juntas, pero que abocaron a la decisión de sacar a WeWork del proyecto, a corto plazo de salida a bolsa. De hecho, SoftBank –el también inversor de Uber– se ha posicionado como uno de los más afectados en todo este proceso de idas y venidas. Una de las ideas que rondan los círculos tecnológicos se basan en que, desde el primer momento, WeWork se ha querido posicionar como una compañía tecnológica –quizá resulte más atractivo para el mundo–, pero la realidad es que la rueda ya está intentada y su única afiliación era a la de los bienes raíces.
Si todo esto no fuera suficiente, el fallido intento de salida a bolsa de WeWork sacó a la luz algo más que una pérdida de foco de la empresa. Cuenta The Verge que los documentos oficiales de la compañía suponían una confesión tácita de una serie de pecadillos por parte de Adam Neumann y señora. Básicamente, los nuevos modelos de negocio de la compañía y su crecimiento en los últimos años formaban parte de un sistema para que Neumann ingresase más dinero en sus cuentas personales. Varios inmuebles que la compañía abría eran alquilados al propio CEO, el cual los había comprado con préstamos de la misma empresa. Por otro lado, el cambio de nombre supuso pagar derechos de autor al que ya lo había registrado previamente. ¡Sorpresa! Era Neumann.
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¿Víctimas o verdugos?
Ahora cabe preguntarse cuál ha sido el papel de Neumann en todo este proceso que forma parte del día a día de Silicon Valley. La salida a la luz de los entramados de Neumann podrían catalogarle como el claro verdugo de su propio futuro, pero es que pocos CEO que hayan abandonado su puesto en los últimos años ha estado exentos de polémica. De hecho, la propia figura de los CEOs ya es polémica por sí misma. Quizá la exacerbada cultura al fundador en la región haya propiciado alguno de los acontecimientos.
En los anales de la historia quedará el caso de Travis Kalanick; ahora quizá en el olvido por haber sido capaz de salir de la primera línea de los focos. El irreverente y polémico creador y CEO, hasta 2017, de Uber era obligado a salir de su puesto para evitar el contagio a la cultura de empresa de una compañía ya de por sí conflictiva en todos sus ámbitos.
Tras la salida a la luz de los casos de acoso sexual dentro de la compañía –y la vista gorda que se hacía ante ellos–, aliñado con la demanda de Google por el supuesto robo de patentes de coches autónomos por parte de uno de sus ingenieros y algunas prácticas reprobables en los ámbitos de seguridad y manejo de los datos, Kalanick tenía un aciago futuro dentro de la compañía.
Y como de transporte va la cosa, otra de las dimisiones forzosas, y que han dado mucho de qué hablar, fue la de Elon Musk. Tras fundar Tesla en 2003, Musk era obligado a dimitir como presidente de la compañía en septiembre de 2018; se le permitía, igualmente, mantenerse como CEO. Tras una acusación de fraude por parte de la Comisión de Bolsa y Valores de Estados Unidos, Tesla tardó 72 horas en dar salida al fundador. Acompañado por una larga polémica en sus redes sociales, las cuales están ahora mismo vigiladas para evitar problemas, y varias entrevistas adornadas con marihuana se decidió que no era la mejor imagen para la compañía de vehículos eléctricos.
¿Un denominador común para todos ellos? Dice The Verge que "los empresarios son como vampiros: a menos que les pongas una estaca en el corazón, volverán". Y claro que vuelven. Mientras, Neumann se decide sobre su futuro subido en millones, Musk disfruta enviando cohetes al espacio con SpaceX y horadando los subterráneos de Estados Unidos con The Boring Company –todo esto sin abandonar la promoción de sus Teslas–. Por su parte, Kalanik ya lo dijo: volvería con algo mucho más grande que Uber. Lo cierto es que, para el común de los mortales, es complicado imaginar qué podría ser más grande –teniendo en cuenta la compleja historia de Uber– que la compañía de transportes.