Al pensar en la nariz, lo lógico es que nos venga a la mente que se trata de un órgano dedicado a percibir olores. Efectivamente, eso es cierto; pero también es un intercambiador de calor magnífico, que permite que el aire que inspiramos se caliente y humedezca antes de llegar a los pulmones. Es la razón por la que se suele decir, con razón, que es más aconsejable respirar por la nariz, especialmente en invierno.

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En los mamíferos y las aves esta función se consigue gracias a unas estructuras denominadas cornetes y constituidas a partir de bucles de hueso y cartílago que se agrupan dentro de las fosas nasales, facilitando que se aumente el área de la superficie con la que entra en contacto el aire. Ahora bien, ¿qué pasaría si viviéramos en un ambiente en el que las temperaturas del aire son tan elevadas que podrían dañar el cerebro si la sangre llega hasta él sin enfriarse?

Esta pregunta se la hicieron un equipo de investigadores de la Universidad de Ohio y NYITCOM, al comenzar a estudiar algunos fósiles de ankilosaurio, un género de dinosaurio que vivió en la Tierra a finales del Cretácico, hace aproximadamente 67 millones de años. En estudios anteriores, estos científicos habían descubierto que varias especies de este género tenían unos conductos nasales increíblemente largos, que se enrollaban en el interior de sus hocicos. Las temperaturas terrestres alcanzaron su punto más elevado hace 100 millones de años y no comenzaron a descender notablemente hasta después del Cretácico medio. Por ese motivo, se espera que estos dinosaurios estuviesen sometidos todavía a un aire extremadamente cálido; que, junto a su gran tamaño, podría haber puesto en peligro sus cerebros. Con el fin de comprobar cómo lo evitaban, estos investigadores han llevado a cabo un estudio, publicado hoy en PLOS ONE, en el que varias técnicas de imagen convergen para reproducir lo que ocurría en las narices de aquellos animales, simplemente con las pistas aportadas por sus fósiles.

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La importancia de alargar el camino

Para la realización del estudio sus autores reunieron fósiles de dos especies concretas de anquilosaurio: el Panoplosaurus, del tamaño de un hipopótamo, y el Euoplocephalus, más grande que un rinoceronte. Las técnicas empleadas para reproducir lo que ocurría en sus narices fueron la tomografía computerizada y una novedosa herramienta, llamada dinámica de fluidos computacional. De este modo se conseguía una reproducción tridimensional de las fosas nasales de los dinosaurios, con la que se podía analizar el proceso que seguía el aire al viajar a través de ellas. Sin duda era un viaje largo, pues los conductos posteriores en Panoplosaurus resultaron tener una longitud igual a su cráneo, mientras que en Euoplocephalus alcanzaban el doble, por lo que se encontraban cuidadosamente enrollados. También reconstruyeron los vasos sanguíneos, basados en surcos óseos y canales, que suponían un gran suministro de sangre junto a los canales nasales.

De este modo se facilitaba que la sangre cálida, proveniente del núcleo del cuerpo, transfiriera su calor al aire entrante. Paralelamente, estos largos conductos nasales propiciarían que la humedad presente en ellos se evaporara, de modo que la sangre venosa que viaja hasta el cerebro bajara su temperatura. Todo esto funcionaba a la perfección, como si de un mecanismo de relojería suiza se tratara. Y era muy importante que lo hiciera; ya que, al tratarse de animales de gran tamaño, sus cuerpos retenían muchísimo el calor, por lo que era necesario un método eficiente que consiguiera enfriar sus cerebros. De hecho, observaron que este mecanismo era frecuente en las especies de mayor tamaño. Estos resultados llevan a la aparición de nuevas preguntas como en qué momento apareció esta necesaria estructura o si lo hizo de forma abrupta o gradual. Por el momento, todo esto sigue siendo un misterio al que estos científicos ya están buscando una solución.

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