Se suele decir que cuatro intelectuales decimonónicos destruyeron la idea de Dios, echándole de ámbitos que parecía que le habían correspondido hasta entonces. Tres de ellos son el inglés Charles Darwin, que, como el galés Alfred Russel Wallace de forma independiente, y la evolución biológica le dieron una buena patada en los cataplines al creacionismo y a la doctrina teleológica, es decir, al pensamiento religioso de que la totalidad de los seres fuimos creados por un ente divino con un propósito concreto; el prusiano Karl Marx, que teorizó acerca de que el devenir de la historia y “sus leyes” dependen exclusivamente de los conflictos económicos, por lo que los supuestos designios de la divinidad, el tristísimo “opio del pueblo”, son irrelevantes; y el alemán Friedrich Nietzsche, que negó directamente las fantasías sobre Dios, declarándolo muerto y perversa la moral judeocristiana.
El último de los cuatro no es otro que el austríaco Sigmund Freud, papá del psicoanálisis y de la sospecha ideológica junto con los mencionados Marx y Nietzsche, de la práctica pseudoterapéutica y del desenmascaramiento arbitrario de las motivaciones inconscientes en definitiva, que hablaba de las creencias de ultratumba como un narcótico para sobrellevar los disgustos de la vida. Del economista prusiano habría que expresar lo reduccionista que es atribuir únicamente al terreno económico el motor de la completa historia humana, obviando la multitud de variables diferentes que operan en un mundo tan complejo; y el irracionalismo de Nietzsche, al que se agarraron los filósofos posmodernos con alucinada testarudez, no aplica para sus declaraciones ateas pese a los excesos teóricos a los que le condujo la locura megalómana por la sífilis que padecía.
Las proposiciones sobre la evolución de las especies de Darwin sólo necesitaban matices y profundizar, pero son esencialmente correctas y para apoyarlas contamos con tantos datos minuciosos como del heliocentrismo. Pero lo del psicoanálisis freudiano es harina de otro costal. No se puede desmentir que fue el austríaco quien despertó el interés científico por la psicología, pero tal circunstancia no sirve para negar tampoco la paradoja de que sus tesis no han sido validadas con el método de la ciencia ya que, sencillamente, él no lo utilizó para sus investigaciones y tratamientos, por mucho que lo pretendiese, igual que los defensores del marxismo y sus enredos para conseguir legitimarse en la misma línea. Pero la argumentación filosófica, con algo tan poco riguroso como los análisis intuitivos de las ciencias sociales, no se puede equiparar a las de la naturaleza.
Porque eso es exactamente a lo que se dedicó Freud: a filosofar, a suponer, a intuir cómo funciona la mente y las causas del comportamiento humano y de sus problemas psíquicos, no a estudiar ambos aspectos con una metodología estricta ni —huy, no— someter sus conclusiones al escrutinio de la comunidad científica para verificarlas, y esto último, entre otras cosas, porque no se puede si no hay datos ponderables fruto de esa metodología adecuada, o sea, no resulta posible intentar falsar postulados fundamentales del psicoanálisis, comprobando si son erróneos según la manera en que se llegó a ellos: Freud y sus discípulos, como los homeópatas, los astrólogos o los acupuntores en lo suyo, son incapaces de demostrar cómo han descubierto lo que dicen saber sobre la psique humana, de qué modo se han enterado de que existe una identidad subdividida o el Yo, el Ello y el Superyó, por ejemplo.
Aseguran que tenemos con un consciente —nuestras percepciones subjetivas internas y del entorno—, un preconsciente —los pensamientos reprimidos que pueden aflorar a la consciencia— y un inconsciente —los que no podrían—, y que nuestra identidad personal se encuentra fragmentada en el Ello, que carece completamente de consciencia pero no de pulsiones y complejos ingénitos, el Superyó, que es la cultura inculcada y reprime al Ello para que no se desmadre, y el Yo, que deriva precisamente del Ello corregido por el Superyó, el carácter que nos conocen otras pesonas y con el que nos identificamos nosotros mismos. A partir de este esquema de la mente, los psicoanalistas afirman que la causa de las enfermedades mentales es la represión del Ello, que provoca neurosis e histeria, y cuya base es emocional y nunca fisiopatológica ni hereditaria.
Entonces, cuando no estamos dispuestos a asumir impulsos innatos que la sociedad rechaza y hechos más o menos terribles que nos han traumatizado, los reprimimos como autodefensa o nuestra personalidad se disocia, ocasionándonos un malestar inaguantable o una molesta y hasta grave perturbación, que sólo se pueden solventar con un tratamiento psicoanalítico: tal como expone Angelo Fasce en la página de la Asociación para Proteger al Enfermo de Terapias Pseudocientíficas, mediante “una indagación profunda en el Ello inconscience para desentrañar el origen del trastorno mental”, con lo que, “tras un proceso de catarsis, transferencia y asociación libre continuada —que se puede complementar con hipnosis, análisis de sueños e incluso con pentotal sódico—, se conseguiría la curación”. Y la terapia psicodinámica, no obstante, es una alternativa más ágil y de menor hondura.
Por supuesto y como supondréis, ni la mente está estructurada así, ni actúa de ese modo ni el enfoque psicoanalítico para arreglar los problemas mentales de los pacientes que los sufren es otra cosa que una pseudoterapia; ya no sólo porque unos cuantos conceptos de Freud, otros teóricos del psicoanálisis y sus lacayos no se puedan falsar sin protocolos experimentales razonables, sino porque de otras sabemos que son absolutamente equivocadas gracias a la psicología científica y a las neurociencias. En un estudio del anglogermano Hans Eysenck, que se publicó en el Journal of Consulting Psychology en 1952, se examinaron los estudios existentes hasta la fecha sobre terapia psicoanalítica y se concluyó que los datos “no apoyan la hipótesis de que la psicoterapia facilita la recuperación de un trastorno neurótico”, sin mejora alguna respecto al porcentaje de su remisión espontánea.
Si entonces ya supo Eysenck algo tan escandaloso como que la falta de tratamiento era mejor que aplicar una terapia psicoanalítica, en 1973, Glenn Wilson y él volvieron a la cuestión con El estudio experimental de las teorías freudianas, habiendo encontrado en la literatura de apoyo al psicoanálisis “falacias metodológicas” y “rechazo de las teorías alternativas para explicar los resultados”. Otras de las muchas revisiones que se han realizado, como la de Solomon Meyer en 2012, han insistido en su refutación inapelable. No existe el insconsciente en absoluto, sino acciones inconscientes, ni la neurosis, ni la histeria ni la disociación como trastornos, ni uno tiene pulsiones ni complejos vergonzantes como el de Edipo, el de Elektra o el de castración ni reprime sus recuerdos traumáticos. De hecho, en palabras del divulgador Mauricio-José Schwarz, “al contrario: [esos recuerdos] nos acosan, pueden apoderarse totalmente de nuestra vida”.
Y esto es así pese a la popularidad de tales conceptos en el lenguaje cotidiano y su uso en la narrativa literaria o del cine, como tampoco son reales las descripciones psicoanalíticas de los propios traumas, el narcisismo, la intro o la extroversión, ni las etapas del desarrollo sexual en los niños, y los sueños no son interpretables decodificando simbologías del ficticio inconsciente. Es más, entre las hazañas del psicoanálisis nos topamos con la implantación de falsos recuerdos del modo en que lo detalla la psicóloga californiana Elizabeth Loftus, cuyas consecuencias pueden ser que las personas, muy convencidas tras la sugestión en las sesiones de psicoterapia, acusen a determinados parientes de abusos físicos y sexuales sin que estos sucedieran en verdad; o la consideración del autismo como un trastorno curable culpa de los progenitores, y de la homosexualidad, como una perversión con remedio.
Tanto como la esquizofrenia, en la que Freud vio un Yo débil, cuando la genética suele ser determinante en la enfermedad. Y no sólo todo ello y los perjuicios que los psicoanalistas han acarreado a estos pacientes, pues, como cualquiera bien informado puede imaginarse y ocurre a menudo con las demás pseudociencias acreditadas, perder el tiempo revolcándose en ellas impide la solución de los problemas psíquicos y los de otra clase: Freud le diagnosticó histeria a M-I, una joven de catorce años con molestias estomacales que murió dos meses después de cáncer abdominal, y el gran terapeuta tuvo las narices de sostener que su sarcoma era una manifestación de la histeria; la misma que le quiso endilgar a Ida Bauer, con el seudónimo de Dora, por su asma y su apendicitis, y a Bertha Pappenheim, o Anna O., que padecería epilepsia del lóbulo temporal o meningitis tuberculosa.
Otro caso paradigmático es el del pobre Serguéi Pankéyev, conocido como el Hombre de los Lobos: la periodista vienesa Karin Obholzer relató en el libro The Wolf-Man: Conversations with Freud's Patient Sixty Years Later (1980) cómo Freud y otros psicoanalistas trataron hasta su muerte a este ciudadano ruso sin conseguir nada positivo, no más que recaídas y un paulatino empeoramiento de su estado mental, que le impedía valerse por sí mismo e incluía pesadillas reiteradas y una fobia irracional a los lobos y otros animales, con acusaciones de mantenerle cuando la Primera Guerra Mundial y la Revolución Soviética le arruinó para ocultar el fraude de la terapia, un hecho pobremente desmentido por la psicoanalista yanqui Muriel Gardiner. Además, el psiquiatra Hervey Cleckley, pionero en los estudios de la psicopatía, había catalogado el diagnóstico de Freud como —oh, vaya— puramente especulativo.
Algo nada sorprendente por todo lo que hemos ido refiriendo hasta ahora, o a la luz de lo declarado por Daniel Schoffer, terapeuta y miembro de la Asociación Psicoanalítica de Madrid, en una entrevista penosa que fue publicada por Muy Interesante: al ser preguntado acerca de las bases científicas del psicoanálisis, contestó que Freud las había descubierto “a partir de la práctica clínica”, lo que constituye la pura verdad, pero así no se lleva a cabo el método científico y, por consiguiente, el psicoanalista original no descubrió lo que aseveraba. Aunque Andrés Rascovsky, presidente de la Asociación Psicoanalítica Argentina, arguya que “no necesariamente el desarrollo de la ciencia de la subjetividad pasa por el empirismo, por ciencias duras”, lo que es como decir que el psicoanálisis debe gozar del privilegio de no someterse a las mismas exigencias de comprobación científica que el resto de aproximaciones teóricas a la realidad y no ser cuestionado.
Fue lo que respondió cuando un compatriota suyo, el físico Mario Bunge, dijo en sus publicaciones que el psicoanálisis es una pseudociencia, entre otras cosas, porque sus infalsables principios teóricos no se complementan con los de ninguna disciplina científica, lo opuesto a lo que se da entre las verdaderas ciencias, cuyos pormenores se apoyan entre sí. Pero lo curioso es que al propio Freud no le habrían gustado ni un poquito las palabras de Rascovsky pues, como apunta Hans Eyseck, “quería que el psicoanálisis fuera aceptado como una ciencia en el sentido ortodoxo, y hubiera considerado tales esfuerzos como reinterpretaciones no autorizadas de sus puntos de vista”. Como ortodoxas son aquellas que el psicólogo belga Jacques van Rillaer señala en Las ilusiones del psicoanálisis (1980) y que lo demuelen sin contemplaciones: la psicología cognitiva y la evolucionista, la psiquiatría de hoy, la neurobiología y la biología molecular.
Y, como de costumbre cuando un conjunto de hipótesis no pueden ser confirmadas, Rialler se percató de que, al carecer de escudos válidos o de la posibilidad de contraataques decentes, Freud, sus apóstoles y herederos replican a sus críticos con falacias de autoridad y, puf, ad hominem, es decir, lo que sale de su boca es indiscutible porque son expertos en lo que tratan y lo que objetan sus opositores no porque son idiotas o cualquier otra apreciación personal. Y este comportamiento bochornoso supone un indicio evidente de la falta de rigor intelectual y de que, por tanto, uno no debe fiarse de sus tesis pretendidamente científicas. Se llame uno Sigmund Freud o Carl Gustav Jung y su inconsciente colectivo, que mezcló el psicoanálisis con la parapsicología y el misticismo de Oriente y dio inicio al New Age, Alfred Adler y su complejo de inferioridad, Otto Rank, Karen Horney o Wilhelm Reich y su orgón, que se propuso unir el psicoanálisis con el marxismo.
Y también la hijísima Anna Freud, Jacques Lacan y sus posmodernidades, Melanie Klein, Harry Stack Sullivan, Erich Fromm, Enrique Pichon-Rivière, Ignacio Matte, Durval Marcondes o Erik Erikson. Tal como aduce Mauricio-José Schwarz, “pusieron cada uno un negocio aparte con teorías aparte; como no es una ciencia...”. Y continúa así: “No podemos tener cuatro o cinco corrientes de pensamiento sobre la gravedad porque sabemos que funciona de acuerdo a ciertas reglas y a ciertas ecuaciones que son inamovibles. Pero, respecto al comportamiento humano, que es tan enormemente complejo, cada cual se crea una nueva escuela de pensamiento”. Sin olvidar que, “si uno no acepta lo que dice un psicoanalista, él ya tiene la respuesta: uno está en negación de la realidad, que sólo conoce el propio psicoanalista, y esto es una prueba más de que usted está mal de la cabeza y necesita algunos años más de psicoanálisis a una buena cantidad de euros la hora”.
Y, por todo lo que antecede, el psicoanálisis sólo se imparte en Historia de la Psicología y de la Filosofía —y esto último es muy revelador— pero nunca como práctica terapéutica en la inmensa mayoría de los institutos de educación secundaria y de las universidades del mundo civilizado, a excepción aborrecible de las argentinas y las francesas. Y como dice el psicólogo Alberto Soler, “comparar la psicología con el psicoanálisis sería como comparar la medicina con los tratamientos por sangrías”, lo que, “hoy en día, afortunadamente, tenemos bastante superado”. Por último, Hans Eysenck menciona al final de su libro Decadencia y caída del imperio freudiano (1985) unas palabras muy oportunas del físico inglés Michael Faraday: “Razonan teóricamente sin demostración experimental, y el resultado son errores”. Que se apliquen el cuento sobre las patrañas del psicoanálisis.