Desde que abrió sus puertas a principios del siglo XX, la Escuela de Patología Dunn —bautizada así en honor a su mecenas, el banquero londinense William Dunn— se ha consolidado como uno de los centros más prestigiosos de la Universidad de Oxford. Durante el verano de 1940 sin embargo su laboratorio parecía una quesería. Mejor: un descuidado almacén, repleto de bidones de leche, garrafas e incluso bacinillas. Mientras las tropas de Hitler extendían el olor de la pólvora por Europa y la Luftwaffe dejaba caer sus primeras bombas en Londres, los investigadores de Oxford se pasaban horas entre cubos y microscopios.
Con su ir y venir entre bidones, los científicos de la Escuela de Patología Dunn salvaron mil y miles de vidas. Al menos unas 200 millones, según los datos de la New World Encyclopedia. Sin embargo en 1940 —y aunque él no lo sabía todavía— la persona de toda Gran Bretaña más interesada en los trabajos que se desarrollaban en Oxford era Albert Alexander, un humilde oficial de policía de Oxfordshire que rondaba los 40 años.
Para entender ese vínculo y quién era Alexander hace falta dar un pequeño salto atrás en el tiempo, remontarse más de una década: al 3 de septiembre de 1928. También hay que moverse unas 60 millas hacia el sureste de Reino Unido, hasta llegar a la Escuela de Medicina del Hospital St. Mary´s de Londres.
Allí, en uno de sus laboratorios, el joven doctor Alexander Fleming se encontró durante un parón de sus vacaciones con uno de los mejores ejemplos de serendipia de toda la historia de la ciencia. Varias de las placas de Petri que semanas antes había dejado sobre su escritorio estaban contaminadas por un hongo. Lo que llamó la atención de Fleming y el compañero que estaba con él, Merlin Pryce, es que alrededor del hongo no crecían bacterias. Flemming había dado el primer paso para lograr uno de los mayores logros de la medicina: la penicilina.
La historia no ha sido del todo justa al relatar el hallazgo. Como recoge la propia Real Academia Española en su diccionario, hubo mucho de golpe de suerte en lo que ocurrió en el laboratorio del St. Mary´s en septiembre de 1928. Si las placas de Fleming hospedaron colonias de hongos y bacterias fue en gran parte gracias a unas condiciones meteorológicas nada comunes. Sin embargo resulta ingenuo pensar que la penicilina como tal brotó por arte de magia ante el científico escocés. Casi dos décadas antes, en 1922, el propio Flemming había descubierto la lisozima y sus estudios se orientaban a la búsqueda de agentes antimicrobianos que no dañaran los tejidos animales.
Gracias a sus observaciones Fleming determinó que el hongo de sus placas de Petri generaba una sustancia a la que —después de descartar otras opciones bastante más prosaicas, como “jugo del moho” o “inhibidor”— denominó penicilina. Su inestabilidad sin embargo hacía muy difícil trabajar con ella. Tras algunos intentos, el galeno escocés terminó arrojando la toalla.
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El siguiente gran capítulo en la historia de la penicilina se escribió en 1939, en los laboratorios de Oxford donde trabajaban el profesor de Patología Howard Florey, el químico Ernst Chain y Norman Heatley, biólogo. Su labor fue vital. El equipo retomó el trabajo que Flemming había abandonado años antes y consiguió estabilizar y purificar la penicilina. Tras sus avances, el 25 de mayo de 1940 J.M. Barnes infectó con estreptococos a un grupo de ratones. A la mitad le suministraron el nuevo fármaco en pruebas. Al cabo de unos días eran los únicos que sobrevivían. Uno de ellos llegó a aguantar cinco semanas con vida.
Reino Unido estaba inmerso en la Segunda Guerra Mundial y un antibiótico efectivo, como la penicilina, podía ser de gran ayuda en el frente. Sin embargo el equipo de Oxford no lo tuvo nada fácil. Debido a la falta de medios se vio obligado a llenar el Dunn de cuantos recipientes encontraran para sus cultivos. A principios de 1941 llegaría la oportunidad de probar por primera vez el antibiótico en un humano. El reto no era menor: en los experimentos con animales se usaban muestras que contenían una cantidad diminuta de penicilina pura. “tratar y curar infecciones en un ratón es una cosa, pero los humanos son unas 3.000 veces más grandes y necesitan 3.000 veces más penicilina”, reconocería el propio Florey.
Para sus pruebas el equipo necesitaba un paciente desahuciado por los médicos, alguien sin nada que perder y mucho por ganar al probar el antibiótico experimental. El candidato idóneo llegó a principios de 1941: Albert Alexander, un policía británico que había vivido los últimos meses sin saber que en Oxford un grupo de científicos estaban cocinando su única oportunidad de salvarse de la terrible infección que había contraído.
La historia más extendida sobre Alexander afirma que a finales de 1940 se pinchó mientras podaba los rosales que decoraban la comisaría de Wootton, en el condado de Oxford. Una versión bastante más creíble sostiene que el oficial recibió un corte cerca de la boca durante un bombardeo alemán en Southampton, donde estaba destinado. En mayo el catedrático Mike Barret publicaba en El País un artículo en el que explicaba que esa versión es la que relata la propia hija de Alexander, Sheila LeBlanc. De lo que no cabe ninguna duda es de que el corte —fuese grande o pequeño, fruto de un bucólico arañazo o del Blitz de la Lufwtaffe— empeoró y derivó en una septicemia.
La herida del desdichado Alexander no pudo evolucionar peor. La infección se extendió por toda la cara, el hombro, las vías respiratorias y los pulmones. Acudió al Hospital de Radcliffe en busca de ayuda, pero el tratamiento con sulfamidas que le suministraron no hizo que su estado mejorara. Impotentes, los cirujanos tuvieron que extirparle un ojo.
La forma en que llegó su caso a oídos del equipo del William Dunn ha dado pie a diferentes versiones, igual que el origen de la lesión. Una sostiene que en el Hospital de Radcliffe el médico que atendía al policía era Charles Fletcher, colaborador de Florey. Otra asegura que el científico australiano y Chain oyeron hablar del pronóstico de Alexander durante una cena y pidieron a los médicos que lo cuidaban que les dejasen probar con él su fármaco.
Alexander recibió la primera dosis de penicilina apenas diez meses después de la prueba con ratones en los laboratorios de Oxford: el 12 de febrero de 1941. Su salud mejoró de forma rápida y visible, pero Fletcher y Florey se encontraron con un grave problema que se hizo patente ya al quinto día. A pesar de todos los esfuerzos que habían dedicado a proveerse del antibiótico, de que habían llenado la escuela de patología de bidones y de que incluso recuperaban la penicilina que Alexander expulsaba en la orina, no tenían suficiente cantidad.
El papel del oficial de Oxfordshire fue decisivo para persuadir a los investigadores de que la penicilina era un medicamente eficaz y debían seguir trabajando en ella, pero su lesión llegó demasiado pronto para la ciencia. Los enormes esfuerzos del equipo de Florey no fueron suficientes y el policía murió el 15 de marzo de 1941, cuando se agotó todo el fármaco.
A finales de ese mismo año Andrew Moyer y Heatley lograron simplificar el proceso para obtener el antibiótico. Unos años más tarde ya se comercializaban ampollas de penicilina. El camino para que el medicamento siguiese perfeccionándose y avanzando hasta convertirse en uno de los grandes hitos de la medicina y salvar millones de vidas es largo. En Estados unidos Florey y Heatley intentaron convencer a las farmacéuticas para que invirtiesen en la producción del antibiótico. Poco a poco Washington y las compañías decidieron apostar por una sustancia que salvaría miles de vidas tras la Segunda Guerra Mundial.
Lo que la penicilina no había logrado en 1941 con Alexander lo consiguió en marzo de 1942 en Estados Unidos con Anne Sheafe Miller. Al igual que había ocurrido con el policía británico, Miller estaba a punto de morir en el Hospital de New Haven tras un mes de fiebres altísimas y delirios provocados por una infección.
Las sulfamidas y transfusiones no habían servido de nada y la paciente seguía empeorando. La penicilina cortó esa deriva de forma casi inmediata. La joven se salvó y no fallecería hasta muchos años después: en mayo de 1999, ya nonagenaria.
Flemming, Florey y Chain recibieron el Premio Nobel de Medicina en 1945 por “el descubrimiento de la penicilina y su efecto curativo en varias enfermedades infecciosas”. Casi dos décadas después, en 1964 recogería el Nobel de Química otra de las figuras decisivas en la producción a gran escala del fármaco: la química Dorothy Crowfoot Hodgkin, quien gracias a la difracción de rayos X logró desentrañar la estructura de la penicilina.
Más de siete décadas después de que Alexander falleciese por la falta de recursos para producir un volumen suficiente del medicamento, la ciencia afronta un nuevo reto: los microbios resistentes a los antibióticos. En 2017 los periódicos se hacían eco de la muerte de una anciana de Nevada (EE UU) a causa de una infección inmune a 26 antibióticos distintos, entre ellos la colistina, que se suele usar como último recurso.
En Estados Unidos mueren cada año cerca de 23.000 pacientes debido a microbios resistentes a los antibióticos. En todo el mundo la Organización Mundial de la Salud estima que el número de fallecidos se eleva a 700.000. La amenaza está mucho más cerca de lo que podría parecer. Un estudio reciente concluía que en 2007 el 7,5% de las bacterias E. coli detectadas por los doctores del Hospital Vall d´Hebron eran resistentes a los antibióticos. Diez años después su incidencia se había disparado hasta suponer el 11,5%. Los expertos apuntan que una de las claves que explican el fenómeno es el abuso y uso irresponsable de los fármacos.
Si Florey, Flemming o Alexander levantaran la cabeza probablemente no saldrían de su pasmo al ver cómo se dilapida uno de los grandes recursos que ha brindado la ciencia. No gracias a un golpe de suerte, sino a base de horas y horas de trabajo y persuasión en los laboratorios, los hospitales y los despachos de las grandes farmacéuticas y gobiernos.