“No hay dudas sobre la posición que debe ocupar la telefonía inalámbrica. Las islas en el océano y los puertos en los continentes la emplearán para hablar con otras partes del mundo. Cada embarcación que navega por el océano deberá adoptarla. Los campamentos mineros aislados, los distritos rurales y otros lugares se pondrán en contacto con el mundo civilizado. La telefonía inalámbrica hará posible llamar desde el coche al taller cuando se necesite ayuda. Cada taller o tienda estará equipado con un aparato”.
Si los estudios sobre hábitos de lectura dan en el clavo es muy probable que estés leyendo esto en la pantalla de tu smartphone, así que el pasaje anterior te sonará a perogrullada. Cuando se publicó en la revista Modern Electrics, en agosto de 1808, apenas año y medio después de que Reginald Fessenden transmitiera la primera radiodifusión musical de la historia desde Massachusetts y meses antes de que Guglielmo Marconi y Karl Ferdinand Braun recogiesen su Nobel de Física, sus predicciones no eran tan evidentes.
El artículo de Modern Electrics —es significativo que el editor de la revista fuera Hugo Gernsback, pionero de la literatura de ciencia ficción— es una especie de publirreportaje del teléfono sin hilos lanzado a principios del siglo XX por la compañía Collins Wireless Telephone. Y sí, sus promesas se cumplieron punto por punto. La telefonía inalámbrica comunica hoy ciudades, islas, aldeas, a conductores tirados en plena autopista por una avería y barcos que bordean las costas. Solo que su expansión ni se alcanzó tan rápido como pronosticaba la Collins Wireless Company ni, desde luego, fue mérito de esa empresa. Al contrario. A pesar de sus contribuciones técnicas, su fundador, el ingeniero Archie Frederick Collins, terminó en la cárcel por un delito de estafa. La razón: prometer lo que no tenía y de paso engañar a inversores incautos.
Un pionero de la telefonía móvil
Collins era un inventor ambicioso que bregó en la carrera tecnológica de inicios del siglo XX. En palabras del catedrático Manuel Lozano Leyva, autor de El gran Mónico, como ingeniero era “tan bueno que rayaba en la genialidad”. La razón por la que su nombre figura en un aparte en la historia de la telefonía es por su periplo “borrascoso” —el adjetivo es también de Lozano Leyva—. Inventor brillante, magnate, vendehúmos, presidiario, escritor fecundo… Su vida parece una especie de patchwork tejido con retales de diferentes existencias. En una de ellas fue un pionero de la telefonía inalámbrica de principios del siglo XX que incluso se ganó los halagos de Marconi.
Collins nació en 1869, en Indiana (EE UU). Su carrera profesional arrancó a finales de la década de 1880, en plena guerra entre la corriente continua de Edison y la alterna de Tesla. Cuando aún no había cumplido los 20 empezó a trabajar para Thomson-Houston Electric Company, en Chicago. Su aterrizaje en el sector coincidió con uno de sus instantes más vibrantes. Hacía solo un año que Hertz había demostrado la propagación en el espacio de las ondas electromagnéticas y faltaban apenas tres para que Marconi enviara con éxito señales de radio entre dos puntos separados por más de 300 kilómetros —San Juan de Terranova y Poldhu—, la distancia máxima que según sus contemporáneos podían cubrir las transmisiones.
Su genio y ambición llevaron a Collins a avanzar a zancadas en el mundo de la empresa. A finales del siglo XIX trabajó para la American Wireless Telephone and Telegraph Company de Filadelfia y —tras romper su vínculo con la firma— se centró en el estudio de la telefonía sin hilos. Collins no era el único que perseguía ese objetivo para mejorar las comunicaciones por telégrafo. Entre otras, destacan las aportaciones de Nathan Stubblefield o Amos Emerson Dolbear.
En mayo de 1903 el joven fundó la Collins Marine Wireless Telephone Company, empresa de corta vida. Aunque al lanzar la compañía añadió al nombre la muletilla “Marine” en un guiño al sector naval, en el que más necesarias eran las transmisiones sin cables, no tardaría mucho en suprimirla. Cuando apenas habían pasado seis años fusionó la firma con otras tres compañías -Pacific Wireless Telegraph, Clark Wireless Telegraph y Massie Wireless Telegraph- para dar forma a la Continental Telephone and Telegraph Company. Su gran objetivo era avanzar en una telefonía libre de hilos. Y no le fue del todo mal en su empeño. Con sus aparatos logró comunicaciones a más de 100 kilómetros.
La imperiosa necesidad de dinero
Pero el talento y las ganas de comerse el mundo no eran suficientes. Si quería ahondar en sus avances técnicos Collins necesitaba también respaldo financiero. El artículo de Modern Electrics es solo una de las piezas de la ambiciosa campaña que lanzó la empresa para vender acciones. En las páginas del New York Times llegó a anunciar que había logrado cuatro conexiones simultáneas entre localidades lejanas, lo que —junto a las promesas de un teléfono portátil “en cada vehículo”— daba a entender que el sistema de comunicación con cables tenía las horas contadas. La firma había logrado avances en su campo, pero exageraba el alcance de sus patentes. Cuando los incautos inversores ponían dinero lo hacían a cambio de acciones engordadas a base de especulación y promesas a menudo disparatadas.
Una de sus estrategias más populares para captar fondos eran las demostraciones públicas. La compañía reunía a un selecto público en un hotel de lujo, reservaba dos habitaciones e instalaba sendos teléfonos en cada una de ellas. Cuando los asistentes veían que dos interlocutores podían comunicarse a través de la pared gracias al teléfono sin hilos de Collins se quedaban fascinados.
Quizás para acentuar el efecto y ganarse la confianza de los inversores, la compañía recurría a una de las técnicas publicitarias más antiguas: echar mano de celebridades que probasen el aparato. La empresa se aprovechó del “tirón” de famosos, incluidos varios políticos. Se dice que uno de los “conejillos de Indias” que se pegaron el auricular de Collins a la oreja para dar fe de que funcionaba fue William Howard Taft, presidente de EE.UU. entre 1909 y 1913 y responsable de la Corte Suprema durante casi una década.
Las celebrities podían mantener charlas a través de los tabiques de un hotel, el aparatoso teléfono de Collins —una caja de madera con un auricular y un tubo de latón rematado por un micro— funcionaba sin asomo de cables, el público sabía incluso que el sistema había permitido comunicaciones a distancias mucho mayores… Sin embargo también aquellas demostraciones tenían algo de trampa.
La aparición del español Mónico Sánchez
El dispositivo que Collins patentó en 1906 empleaba el sistema inductivo, que funcionaba con bobinas. Su principal problema era que el micrófono ardía si la conversación se prolongaba demasiado, un detalle que la compañía se encargó de disimular en sus presentaciones en hoteles con charlas que solo duraban unos minutos. Al incorporar carbono entre sus materiales, el micrófono se calentaba y acababa en llamas al cabo de un cuarto de hora. Collins intentó paliar el problema con un sistema de refrigeración. En su intento por resolver ese punto débil la firma recurrió incluso a un reconocido ingeniero español que vivía en EE.UU., Mónico Sánchez. A pesar de su talento, tampoco él pudo evitar que el micro se calentase.
La compañía siguió con su campaña para recabar unos fondos que luego usaba para cubrir sus gastos de comercialización y cebar la espiral especulativa. El círculo vicioso crecía y crecía… hasta que las autoridades federales de EE.UU. decidieron poner freno a los desmanes detectados en el sector. A finales de 1911 el ingeniero de Indiana y tres de sus socios fueron arrestados por fraude en la promoción de Collins Wireless y Continental Wireless. Contra los ejecutivos se presentaron cargos por vender acciones sin valor. A Frederick Collins, además, se le acusó de protagonizar una demostración fraudulenta de su teléfono inalámbrico en octubre de 1909, durante el Electric Show que se celebró en el Madison Square Garden, en Nueva York.
En El gran Mónico, Lozano Leyva recoge un fragmento de la sentencia judicial de Collins, dictada en 1913: “Sus anuncios más provechosos los llevó a cabo en stands en lugares públicos donde se hacían demostraciones en las que se establecían conversaciones breves, porque si el teléfono sin cables se usaba mucho tiempo el transmisor se calentaba y podía arder. La precaución que tomaban era conectar un cable a tierra, lo que ocultaban a los que examinaban el invento”.
La sentencia que aireaba su engaño venía acompañada de una condena demoledora para Collins: tres años de prisión. El ingeniero solo permaneció uno tras las rejas de la cárcel de Atlanta. Cuando colgó el mono de presidiario, en 1914, lo hizo decidido a no continuar con su carrera de ingeniero eléctrico. Se puso entonces a tejer el último retal de su peculiar patchwork vital: el de escritor prolífico, que firmaba títulos a una velocidad casi frenética.
Fuera de la cárcel, separado de su esposa y defenestrada su rutilante carrera de empresario de la telefonía, Collins se centró en la faceta de escritor que ya había explorado años antes. Desde 1901 había colaborado con artículos sobre telefonía inalámbrica en diferentes publicaciones, incluida la Encyclopedia Americana y Electrical World. Durante años rasgó el papel a un ritmo vertiginoso para dar forma a decenas y decenas de títulos sobre ficción, ensayos científicos y técnicos, artículos, textos deportivos… Sus obras más importantes son las que dedicó a la radio afición, campo en el que llegó a ser un referente. A principios de los años 20 escribió un manual que se convirtió durante décadas en una de las biblias de los radioaficionados de todo el mundo: The Radio Amateur´s Handbook. Destacan también su serie de novelas protagonizadas por Jack Heaton en las que mezclaba su capacidad para tejer tramas de ficción con sus conocimientos técnicos. En 1919, por ejemplo, publicó Jack Heaton, Wireless operator y un año después Oil prospector.
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Antes de que la compañía de Collins se estrellase contras las rocas, uno de los técnicos que abandonó el barco fue Mónico Sánchez. La campaña que estaba impulsando la empresa para captar capital no debió de gustar al castellanomanchego, a quien unos años antes Collins había nombrado ingeniero jefe de su compañía.
La confianza del inventor de Indiana en su colega español venía ya de atrás. En 1909 Collins había comprado a Sánchez por 500.000 dólares su aparato portátil de rayos X. El invento permitía reducir los armatrostes habituales en aquella época, de 400 kilos, a un dispositivo de solo 10 kg que se podía transportar con facilidad dentro de una maleta. El dispositivo se bautizó The Collins Sánchez Portable Apparatus.
Tras abandonar la empresa de Collins, Sánchez se instaló por su cuenta y fundó Electrical Sanchez Co. en Nueva York. El castellanomanchego murió en 1961 tras montar un cine en su Piedrabuena natal. Frederick Collins lo había hecho una década antes, en 1952, a solo unos días de cumplir los 83 y tras dejar una obra fecunda a sus espaldas.