Extendí en el suelo la carta de navegación y le pregunté a Wilhelm si creía que una balsa podría llevar hombres con vida desde el Perú hasta las islas del Mar del Sur. […] Cuando volví a la ciudad, había en la carta una larga línea trazada con lápiz desde el Perú hasta las islas de Tuamotu, en el Pacífico.
Si el pasaje anterior estuviera sacado de una novela de aventuras resultaría prometedor, un arranque con gancho para abrir el apetito de los lectores. Si perteneciera a un manual de navegación sería sugerente. También si fuera el fragmento de un thriller con toques marineros. El texto no es sin embargo ninguna de esas tres cosas. Es una suma de las tres, y algo más. Forma parte del libro La expedición de la “Kon-Tiki”, en el que el etnólogo noruego Thor Heyerdahl relata su increíble singladura por el Pacífico entre las costas de Perú y las islas de Polinesia, en 1947, a bordo de una primitiva balsa que emulaba a las de los antiguos indígenas. Quizás una de las últimas grandes travesías en alta mar, la epopeya de Heyerdahl y sus camaradas es digna del Ulises de Homero, las aventuras del capitán Ahab a los mandos del Pequod o el relato de Arthur Gordon Pym. Solo que, a diferencia de esas historias, el testimonio del noruego no tiene ni un ápice de ficción.
La vitalidad que emana de las páginas de La expedición de la “Kon-Tiki” ha hecho de la odisea que narra una de las más célebres del siglo XX. El relato se convirtió muy pronto en un bestseller traducido a casi 70 idiomas y del que se vendieron más de 40 millones de ejemplares. En 1950 la travesía se plasmó en un documental dirigido y escrito por el propio Heyerdahl que ganó un Óscar al Mejor largometraje documental y estuvo nominado en esa misma categoría en los BAFTA. Hace seis años dos compatriotas de Heyerdahl, los cineastas Joachim Ronning y Espen Sandberg, se pusieron de nuevo tras la cámara para rodar una nueva versión de aquella epopeya de 1947 que volvió a estar nominada a dos de los galardones más importantes de la industria cinematográfica: los Óscar y los Globos de Oro.
El libro que inspiró a Jorge Wagensberg
Junto a su rastro de espuma por el Pacífico, el libro y las dos cintas que protagonizó y el recuerdo que permanece en el Museo de Oslo, donde se conservan los restos de la balsa, la expedición de la Kon-Tiki dejó una estela difícil de calibrar. El mejor ejemplo lo brindó el genial divulgador científico Jorge Wagensberg, fallecido hace varias semanas, el 3 de marzo, a los 69 años. Profesor, investigador, autor de ensayos y creador del museo CosmoCaixa, Wagensberg explicaba en una entrevista concedida a El País en 2006 que uno de los libros que más influyó en su vocación fue el relato de Heyerdahl.
“Aunque sus hallazgos resultaron ser falsos, su libro me inspiró la ciencia y la pasión por viajar”, explicaba Wagensberg al suplemento Babelia. En las páginas escritas por Heyerdahl encontró el profesor catalán la quinta esencia de la buena divulgación, el rasgo distintivo que delata a sus primeros espada: “Explican lo que viven”. Como apuntaba Wagesnberg, el relato de la expedición de la Kon-Tiki es inspirador más por su tono y filosofía que por los resultados que obtuvo.
Kon-Tiki, una expedición para casi 7.000 kilómetros
El objetivo de Heyerdahl al iniciar su increíble travesía acompañado de otros cuatro noruegos y un sueco en 1947 era demostrar que habitantes de Sudamérica pudieron llegar a la Polinesia ya en tiempos precolombinos a bordo de primitivas balsas elaboradas con troncos y cabos. Su teoría enraizaba en los paralelismos que encontró entre la cultura polinesia y la precolombina de Perú. Antes de la Segunda Guerra Mundial, Heyerdahl había vivido durante un año en las Islas Marquesas en su calidad de zoólogo, recolectando especímenes.
La pista decisiva que le llevó a apostar por esa idea la obtuvo durante sus estudios de las leyendas incaicas, cuando concluyó que el Rey Sol Virakocha del pueblo peruano era la deidad Kon-Tiki venerada en la Polinesia. “Ninguna duda podía ya caberme de que el jefe-dios blanco Tiki, expulsado del Perú al Pacífico por los antepasados de los incas, era idéntico al jefe-dios Tiki, hijo del Sol, a quien los habitantes de todas las islas del Pacífico veneraban como el fundador de su raza”, explica.
Heyerdahl expuso sus ideas sobre el componente americano de la colonización de la Polinesia ya en 1941, en un artículo publicado en la revista International Science. Tras la guerra, siguió defendiendo sus teorías. La principal crítica que le lanzaban sus detractores era que resultaba imposible que pueblos de Sudamérica se hubiesen trasladado por el Pacífico a la Polinesia, a miles de millas de distancia. “¿Sabe usted por qué?” -le objetó en una ocasión un experto de Nueva York, según relata en su libro- “Por una razón muy simple: ¡Porque no tenían barcos!” Cuando Heyerdahl le replicó que sí disponían de primitivas embarcaciones de maderos, el erudito le espetó con ironía: “Bueno, si quiere puede intentar un viaje del Perú a las islas del Pacífico en una balsa”. “No encontré nada que decirle”, concluye el intrépido etnólogo noruego.
Tal y como le había sugerido el profesor neoyorkino, Heyerdahl inició la travesía a bordo de la balsa Kon-Tiki -bautizada en honor al jefe al que atribuía el vínculo entre ambos extremos del Pacífico- el 27 de abril de 1947. Lo hizo desde el puerto peruano de Callao, acompañado de Torstein Raaby, Knut Haugland, Herman Watzinger, Bengt Danielsson y Erik Hesselberg, el único de los seis con ligeras nociones de navegación. Tras 97 días impulsados por las corrientes y el viento, la Kon-Tiki se aproximó a la isla Puka Puka, en el archipiélago de Tuamotu. Días después, en la 101º jornada de su odisea, la balsa se estrellaba contra un arrecife en el Atolón de Raoia y sus seis ocupantes pisaban al fin la tierra de la Polinesia. La Kon-Tiki había recorrido la friolera de 6.900 kilómetros.
La balsa, una fiel copia de las precolombinas
A pesar de ese desenlace la expedición tuvo detractores desde el primer minuto. Ni el éxito de la hazaña ni los reconocimientos que atesoró el propio Heyerdahl diluyeron la polémica suscitada por sus conclusiones. Como explica Donald P. Ryan, “los objetivos primordiales y los resultados de la expedición permanecieron algo oscurecidos por la naturaleza épica de la aventura”. Al final del libro, se reconoce que la teoría de la migración no quedó demostrada con la travesía de la Kon-Tiki. “Lo que sí probamos es que las embarcaciones de balsa sudamericanas poseen cualidades que habían sido desconocidas por los hombres modernos y que las islas del Pacífico están situadas muy al alcance de las embarcaciones prehistóricas del Perú”, terminaría reconociendo el propio Heyerdahl.
En 2007 un grupo de investigadores de la Universidad de Auckland (Nueva Zelanda) halló un hueso de pollo en un yacimiento de Chile que demostraría que los navegantes de la Polinesia ya habían alcanzado América al menos entre los siglos XIV y XV. En 2011, Telegraph se hacía eco también de otra investigación liderada por el profesor Erik Thorsby, de la Universidad de Oslo, que tras recoger muestras de sangre de isleños de Pascua comprobó que incluía ADN procedente de los nativos americanos. El hallazgo demostraría que antes de que los europeos llegasen a las islas, sus lugareños se habían cruzado ya con gente de Sudamérica, pero no confirmaría las teorías del intrépido promotor de la expedición de la Kon-Tiki. “Heyerdahl estaba equivocado, pero no completamente”, apuntaba Thorsby al rotativo inglés, que recuerda que la teoría ha establecido siempre que la Polinesia fue colonizada a través de Asia hace aproximadamente 5.500 años. La arqueología, los estudios lingüísticos y análisis genéticos apuntarían en esa misma dirección.
Lo que cautiva al público y a los lectores desde hace 70 años es la pasión con la que Heyerdahl encaró la aventura. Para que su balsa fuera fiel copia de las empleadas por los pueblos precolombinos se trasladó a la selva de Quevedo, donde su equipo consiguió los troncos necesarios para ensamblar su rudimentaria embarcación. Cañas de bambú, carrizos y hojas de banana completaban los materiales de construcción. “No se utilizó ni una sola espiga metálica, clavo o alambre”, aseguraba Heyerdahl. A la larga esa fidelidad a la técnica primitiva permitiría a la balsa alcanzar su destino, ya que -relata el aventurero noruego- la savia que impregnaba los troncos impidió que se empapasen del agua salada del océano y la flexibilidad que le daban las ligaduras evitó que los maderos se desarmasen con las violentas embestidas de las olas y las fuertes rachas de viento.
Un viaje entre criaturas marinas aterradoras
La expedición llevó, eso sí, un pequeño bote de caucho, un equipo de radio para comunicarse y algunos “lujos” modernos, como alimentos enlatados, una cocinilla Primus o un botiquín. Poco más. Días antes de partir de Perú, Heyerdahl recuerda que un diplomático les pidió las referencias de sus familiares para contactar con ellos cuando se confirmase la muerte de los seis tripulantes de la Kon-Tiki. Su fracaso se daba por sentado.
Echando mano a sus conocimientos de Biología, Heyerdahl traza también un relato apasionado de las diferentes especies que se toparon durante su travesía: peces voladores, peces piloto, doradas, tiburones, pulpos, rémoras, cangrejos, ballenas… O, ya en las islas polinesias, las temibles anguilas que habitan en las barreras de coral. El capítulo más fascinante es el encontronazo de la Kon-Tiki con un gigantesco tiburón ballena, una especie que ronda los 12 metros de longitud. “Cuando aparecía por la popa nadaba suave y tranquilamente bajo la espadilla y la levantaba en el aire”, rememora el noruego.
Las criaturas que más miedo despertaron entre la tripulación fueron sin embargo los grandes pulpos que se deslizaban bajo la balsa, en las profundidades del océano: “Eran voraces y tenían tentáculos que podían dar cuenta de un gran tiburón o dejar tremendas marcas en las más corpulentas ballenas, y un terrible pico, como el de las águilas, escondido entre sus tentáculos. Se nos había advertido que durante la noche flotan en la obscuridad con ojos fosforescentes, y que sus tentáculos son tan grandes que podían alcanzar a todos los rincones de la balsa, caso de que no se les ocurriera subir a bordo”.
Con el paso de los meses, los seis tripulantes se hicieron expertos pescadores y adquirieron tanta confianza en sus habilidades que incluso cazaban tiburones con las manos desnudas, agarrándolos por la cola y subiéndolos a bordo de la Kon-Tiki mientras esquivaban sus furiosas dentelladas.