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Carmen Balcells - Guillem Valle, NYTimes.com

A veces se nos olvida que los trabajadores del arte no están solos en su tarea, o al menos en lo que se refiere a la producción y la difusión de sus logros. Hay otras personas sin las cuales su labor les resultaría más difícil de llevar a cabo y de darla a conocer. No cabe duda de que la agente literaria Carmen Balcells era una de estas personas poco menos que imprescindibles, pues, de no haber estado ahí para hacer todo lo que hizo, es probable que nos hubiésemos perdido algunas de las obras más impresionantes de la literatura del siglo XX en castellano.

La Mamá Grande de los escritores en español

La vida de Balcells, que comenzó en 1930, cuadra prácticamente con esas historias que tanto gustan a algunos de personas hechas a sí mismas. No es que fuera hija de una familia paupérrima, pero sí modesta, de pequeños propietarios del campo ilerdense. Su padre era un hombre sin cultura pero con inteligencia, pese a las ideas rancias de la necesidad de un heredero varón que, en principio, no llegaba; su madre era más cultivada pero un tanto clasista. De niña quería ser “la chica que sale trotando con un cartel que anuncia el número del circo”, pero acabó estudiando peritaje mercantil por insistencia de su madre.

Fue un novio que tuvo quien la introdujo en el hábito de la lectura, así que lo suyo con los libros comenzó como “una educación sentimental y, al mismo tiempo, literaria”.Gabriel García Márquez la llamó “la Mamá Grande”, como la poderosa matriarca de uno de sus relatos más conocidos Pero la profesión que marcaría su vida tardó un poco en llegar; antes trabajó de secretaria en el gremio de fabricantes de maquinaria textil de Terrassa y de lo mismo después de trasladarse a Barcelona con su familia, en 1946. Allí entró en contacto con varios literatos a partir de 1955, como Jaume Ferrán y Juan Goytisolo (Señas de identidad, 1966), a quien acabaría representando más tarde. Fue su amigo Joaquim Sabrià, que poseía una distribuidora de libros, quien le proporcionó un trabajo de corresponsal en la agencia ACER, del escritor rumano Vintila Horia, a quien ella llegó a admirar mucho por su vasta cultura.

Horia fue galardonado con el Premio Goncourt en 1960 por su novela Dios nació en el exilio, al que quiso renunciar —aunque no pudo por las normas estatutarias del premio— tras una campaña de desprestigio orquestada por el régimen comunista de su país, que le acusaba de filofascista, y del escándalo que se armó por ello, alentado por las publicaciones francesas de izquierda, primero, y de la derecha después. Se había trasladado a París cuando se lo concedieron, pero regresó a España desalentado en 1964. Había querido venderle su agencia literaria a Balcells pero, como ella no disponía de las 100.000 pesetas que le pedía, decidió establecerse por su cuenta con la cartera de escritores de ACER, y cuando Horia volvió a España, Balcells ya representaba a varios de los que serían los autores más respetados en lengua castellana a ambos lados del Atlántico. Por eso, Gabriel García Márquez la llamó “la Mamá Grande”, como la poderosa matriarca de uno de sus relatos más conocidos.

Los logros de una superagente literaria

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Gabriel García Márquez y Carmen Balcells - Ara.cat

Carmen Balcells había empezado gestionando los derechos de traducción de autores extranjeros. Y, poco después, Carlos Barral, a quien conocía de los tiempos del gremio textil y que entonces era director literario de la gran editorial Seix Barral, que hoy forma parte del Grupo Planeta, le encomendó la gestión de los derechos extranjeros de sus autores. Fue en esa época cuando Balcells decidió que una agente literaria no debía dedicar sus energías a representar a un editor ante otros editores, sino a los literatos frente a los editores; y así emprendió un camino que la llevaría a eliminar los contratos vitalicios con las editoriales y las liquidaciones exiguas y a introducir las cláusulas de cesión por tiempo limitado de una obra literaria.Decidió que una agente literaria no debía dedicar sus energías a representar a un editor ante otros editores, sino a los literatos frente a los editores

Según Manuel Vázquez Montalbán (Los alegres muchachos de Atzavara, 1987), Balcells era la “superagente literaria que pasará a la historia de la literatura universal por su empeño prometeico de robarles los autores a los editores para construirles la condición de escritores libres en el mercado libre”.

En 2000, tras cuatro décadas de trabajo, se retiró como agente literaria, “para seguir mandando pero sin tener que madrugar”, y Gloria Gutiérrez la sustituyó en la dirección de su agencia. Pero cuando esta perdió a autores como Roberto Bolaño (Los detectives salvajes, 1998) y Guillermo Cabrera Infante (Tres tristes tigres, 1965), que la dejaron por la del estadounidense Andrew Wylie, que representa a más de 700 escritores y es conocido como el Chacal debido a las tácticas que emplea para arrebatarle clientes a otras agencias literarias, Balcells decidió regresar a su puesto en 2008, y en 2013, cuando ya contaba con 83 años, volvió a dejarlo en otras manos, las de Guillem d’Efak en esta ocasión.

Recibió un buen número de premios y reconocimientos, como la Medalla de Oro de Bellas Artes, y no es para menos pues, además de dignificar a los escritores en su trato con las editoriales con su gestión de más de 50.000 contratos, fue una figura clave para que los lectores de todo el mundo disfrutaran de las obras literarias de más de 200 escritores, incluyendo los del llamado boom latinoamericano, denominación que a ella no le gustaba porque “no quiere decir nada”, de cinco galardonados con el Nobel de Literatura: Miguel Ángel Asturias (1967), Pablo Neruda (1971), Vicente Aleixandre (1977), García Márquez (1982), Camilo José Cela (1989) y Mario Vargas Llosa (2010), y hasta de Graham Green para vender en España su novela The Human Factor (1975).

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García Marquez, Jorge Edwards, Vargas llosa, Carmen Balcells, José Donoso y Muñoz Suay - Archivo C. Balcells

A ella le debemos también que hayan visto mucha luz obras como Cien años de soledad, de Gabo (1967), La guerra del fin del mundo, de Vargas Llosa (1981), Rayuela, de Julio Cortázar (1963), La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes (1962), Confieso que he vivido, de Neruda (1974), Cinco horas con Mario, de Miguel Delibes (1963), Mazurca para dos muertos, de Cela (1983), Un mundo para Julius, de Alfredo Bryce Echenique¿Cuántas horas de gozo habremos pasado devorando libros que ella ayudó a publicar? (1970) o El misterio de la cripta embrujada, de Eduardo Mendoza, y montones más, de Álvaro Mutis, Gonzalo Torrente Ballester, José Luis Sampedro, Terenci Moix, Juan Carlos Onetti, Jaime Gil de Biedma, Juan Marsé, Isabel Allende, Rosa Montero o Gustavo Martín Garzo.

La ingeniosa Carmen Balcells, que decía que “a la hora del businnes” era implacable, que el ego no es de los escritores, “los pobres”, sino de los editores y que nunca se había sentido “más poderosa, más independiente, más autónoma, más contenta y más libre” que pudiendo comprar a menudo una sencilla baguette con su primer sueldo de agente literaria, y de la que Le Monde afirmó que era “astuta como una campesina”, ella, digo, era amiga de sus autores. García Márquez le preguntó una vez: “Carmen, ¿me quieres?”, y ella, siempre aguda, respondió: “Mira, no te puedo contestar a eso porque supones el 36,2% de nuestra facturación”. Pero, aunque no la conociésemos en persona, también fue una buena amiga nuestra, de los lectores, porque ¿cuántas horas de gozo habremos pasado devorando libros que ella ayudó a publicar?

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