El 9 de julio de 1962, miles de personas vieron la formación de una curiosa aurora sobre los cielos de Hawái. Este tipo de fenómenos, boreales o australes, no son habituales en estas latitudes. Al menos no lo son de forma natural. Pero aquello no era para nada natural, pues se trató del resultado de la explosión de una bomba nuclear en el espacio exterior, justo a 400 km sobre el atolón Johnston, muy cerca de las costas hawaianas. No era la primera prueba nuclear que Estados Unidos realizaba en el espacio, pero sí una de las que causaron más problemas. Afortunadamente, solo fueron problemas materiales, que se sepa, pero podría haber sido mucho peor. 

Las causas por las que se procedió a lanzar esta bomba nuclear no están claras. Probablemente, fuese como respuesta a una prueba similar por parte de la Unión Soviética. Tampoco era la primera vez que se elegían lugares insulares para realizar este tipo de pruebas. De hecho, es bien conocido el caso del atolón de Bikini, en el que se realizaron numerosas pruebas después de evacuar a toda su población. Hace más de medio siglo de aquello, pero aún se detecta radiación en la zona y, como es lógico, sus habitantes no han podido volver.

En el espacio podría considerarse más seguro para la población, al menos en lo que se refiere a la permanencia de la radiación. No obstante, los fallos en multitud de sistemas electrónicos podrían tener consecuencias graves, sobre todo hoy en día, cuando esos sistemas gobiernan parte de nuestro día a día. Por eso, solo un año después de aquella situación, se procedió a prohibir la prueba de arma nucleares, tanto en el espacio exterior, como bajo el agua y en la atmósfera. Fue en un tratado firmado por Estados Unidos, la Unión Soviética y Gran Bretaña. Desde entonces se han limitado mucho estas pruebas, aunque no ha dejado de temerse que se puedan llevar a cabo ataques nucleares en algún momento. Además, la energía nuclear se ha centrado en fines menos bélicos, que la llevan de nuevo al espacio y esto ha generado un gran revuelo.

La bomba que encendió el espacio exterior

Aquella bomba nuclear lanzada en 1962, conocida como Starfish Prime, formaba parte de algo conocido como Operación Pecera.

Se usaron cinco dispositivos nucleares, de los cuales el más grande liberó una energía de 1,4 megatones o, lo que es lo mismo, 1.400 kilotones. Si tenemos en cuenta que la explosión de Hiroshima fue de 15 kilotones, nos podemos hacer una idea de su magnitud.

Con esta operación, Estados Unidos quería comprobar si se podrían usar las explosiones nucleares en el espacio para atacar a los soviéticos. Pero las pruebas no duraron mucho tiempo.

Tras la explosión, quienes pudieron verla relataron una sucesión de acontecimientos de lo más impresionante. Primero se generó una gran nube en el cielo, que pronto fue atravesada por un destello blanco. Tras él apareció “una bola verde de irradiancia en expansión que se extendía hacia el cielo despejado sobre el nublado”. Luego “se formaron grandes dedos blancos que se elevaban a 40 grados sobre el horizonte, en arcos de barrido girando hacia abajo hasta los polos y desapareciendo en segundos para ser reemplazados por espectaculares cirros concéntricos como anillos que salían de la explosión”. 

El cielo permaneció así un tiempo hasta que la luz verde se fue haciendo púrpura y después rojiza, como si de repente el firmamento ardiera en llamas.

Debió ser un espectáculo llamativo. Una aurora alejada de los lugares en los que se forman normalmente como consecuencia de las partículas cargadas por el Sol que chocan con la atmósfera y son redirigidas a los polos por el campo magnético. La diferencia es que en esta ocasión era el resultado de una bomba nuclear y las consecuencias no tardaron en aparecer.

Imagen del cielo tras la bomba nuclear de 1962

Fallos en las telecomunicaciones

Muchos satélites se vieron afectados por los altos niveles de radiación que se liberaron al espacio. De hecho, según cuentan en IFLScience, hubo consecuencias incluso en satélites que se lanzaron después de la explosión.

Esto, lógicamente, afecta también a la vida en la Tierra. Pero, más allá de lo que ocurrió a los satélites, las propias telecomunicaciones, así como muchos sistemas electrónicos de la zona de Hawái, se vieron muy alterados. Desde los sistemas de alumbrado público, hasta las alarmas antirrobo y multitud de sistemas automáticos dejaron de funcionar. Eran los años 60, pero si algo así ocurriera hoy en día supondría un verdadero caos.

¿Y qué pasa con los cohetes nucleares?

Hoy en día la energía nuclear ha conseguido hacerse un hueco más allá de las connotaciones belicistas que tuvo en décadas pasadas. Se considera una forma de obtener electricidad mucho más limpia que las que se basan en combustibles fósiles. Además, si bien es imposible olvidarse de lo que ocurrió en Chernóbil o Fukushima, los sistemas de seguridad se han mejorado mucho en los últimos años, por lo que se considera muy poco probable que vuelva a ocurrir algo parecido.

Por eso, hay quien plantea la posibilidad de llevar de nuevo esta energía al espacio, a través de cohetes nucleares. Serían vehículos de lanzamiento espacial impulsados por energía nuclear, en vez de por la mezcla de combustibles caros y extremadamente contaminantes que se usan hoy en día.

Además, no solo sería útil para disminuir la contaminación que está provocando la carrera espacial. También lo sería para impulsar misiones tripuladas más allá de la Luna, en las que se requiere una gran cantidad de energía. Por ejemplo, podría ser servir para enviar naves a Marte.

Sería útil, pero resulta imposible no pensar en aquella bomba nuclear que Estados Unidos hizo explotar en el espacio exterior. ¿Qué pasaría si por accidente uno de esos cohetes estallara? Más allá de las consecuencias humanas que supondría si se trata de una misión tripulada, ¿podría ser peligroso para quienes nos quedamos en la Tierra?

Lógicamente, existe esa posibilidad. Por eso, como siempre, hay que valorar los beneficios y los riesgos para decidir si realmente es una buena opción. De momento, muchos científicos la apoyan, pero aún hay que investigar mucho más a fondo. Lo que está claro es que a veces los riesgos valen la pena si es por la ciencia y el beneficio de la humanidad. El problema es que, por desgracia, el objetivo en algunos casos dista mucho de ayudar a las personas. Como ejemplo, basta con viajar a aquella noche hawaiana del verano de 1962.