Las primeras escenas de Última noche en el Soho, de Edgar Wright, son una combinación audaz y efervescente de brillo y elocuencia cinematográfica. Aunque el director no da demasiados detalles sobre lo que ocurre, el guion no necesita demasiado para sostenerse. El film, que basa su efectividad en su manera de conservar el misterio central —y hacerlo cada vez más intrincado—, logra crear una curiosa ambivalencia.

Eso, desde el mismo momento en que muestra sus radiantes primeras tomas y queda claro lo evidente: la historia tiene dos versiones. Es, de hecho, un enigma retorcido en el delicado paquete de una belleza levemente perversa. Para Wright, la noción sobre esa dualidad se establece desde el principio. Una especie de invitación a un espacio singular entre líneas argumentales que se complementan pero no se tocan de inmediato. La escisión de la realidad se hace mucho más evidente a medida que la película encuentra su ritmo y tono. Última noche en el Soho es una hábil mirada a fragmentos de información. También, a la forma en que se sostiene una pretensión consistente sobre lo que el tiempo y los recuerdos pueden ser. 

Pero, al contrario de lo que podría parecer, Edgar Wright no está interesado en crear juegos de planos intelectuales. El director tiene claro que el tránsito de su historia está relacionado con algo más irracional. Sin duda, uno de los grandes triunfos de Última noche en el Soho es su habilidad para compartimentar información. Hacer que cada dato, palabra, imagen sea de capital importancia para comprender lo que se avecina.

El argumento no se prodiga demasiado y, de hecho, basa su potencia en decir más bien poco. Para cuando el primer y brillante primer tramo de la película llega a su nivel más alto, encuentra la forma de dar un viraje hacia las sombras. Uno que brinda la sensación de que la película está a punto de alcanzar una nueva mirada sobre el miedo basada en la ambigüedad. No obstante, no todo es tan sencillo como un cambio de tono y ritmo. También hay una precisión narrativa que permite a Wright dar un salto hacia una oscuridad plena y simbólica

'Última noche en el Soho', la atracción por las sombras

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Última noche en el Soho encuentra sus mejores momentos cuando mezcla el misterio con la sofisticada cualidad de su lenguaje visual para intrigar. Eloise (Thomasin McKenzie), es una estudiante de moda que apenas llega a Londres. El personaje, bordado con mimo por la actriz y al que el director brinda una relevancia vivaz y casi inocente, sostiene la premisa menos obvia del film. ¿Las experiencias de Eloise son un sueño vívido o algo misterioso? El argumento no muestra respuestas inmediatas. Más que eso, Edgar Wright tiene un instinto infalible para llevar la noción sobre el otro y el tiempo a un espacio desconcertante.

Para Eloise, sus ¿visiones? sobre la enigmática Sandie (Anya Taylor-Joy) podrían ser tanto delirios como alucinaciones. Pero el guion recorre las posibilidades como algo más explosivo y burbujeante. Al menos, en su primer tramo, Wright sabe que la respuesta no es necesaria y el film brinda una perspectiva sobre lo imposible casi inocente. Un fenómeno inexplicable está ocurriendo, pero eso no lo es importante. O, al menos, para Eloise, deslumbrada por su capacidad y, en especial, por Sandie, no lo es. Y el film le sigue el juego. 

Poco a poco, las líneas entre el pasado y el futuro, entre la realidad y lo que puede ser solo onírico, se confunden. Pero Edgar Wright tiene el buen tino de sostener el recorrido hacia algo más elaborado, convincente y retorcido. Eloise es una observadora atenta, una voyeur maliciosa, una percepción crítica sobre lo que la rodea. Cuando las historias de ambos personajes parecen fusionarse o, en el mejor de los casos, volverse una única conexión, la película alcanza su momento más inspirado. Sorprende la capacidad de Wright para llevar entonces este radiante juego de espejos a su espacio más oscuro y tenebroso. Hacerlo, además, sin perder la sustancia y el profundo sentido de la elegancia de la película.

Y al final, el escenario de la vida y de la muerte

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Última noche en el Soho es un delicado, arriesgado y exitoso experimento visual y narrativo. Si, hasta ahora, Wright creó juegos ingeniosos en los que combinó lo vertiginoso con toques de género, su más reciente producción es una obra madura. Es también la más profunda y feroz en su necesidad de sostener una versión sobre lo irreversible y lo caótico en estado puro. Para Wright, la trama no parece consistir en piezas que se entrecruzan entre sí por algún hecho sobrenatural. En realidad, el tránsito hacia algo más pesaroso y duro ocurre con naturalidad e inteligencia. También, con una mirada atípica y brillante sobre la eventualidad de lo inexplicable.

¿Es, entonces, Última noche en el Soho una película de terror? Lo es, en la medida en que Edgar Wright utiliza con sabiduría los códigos del género. No obstante, también es una puesta en escena de una considerable inteligencia sobre lo angustioso y lo temible. La cámara de Wright va de un lado a otro, sigue a Eloise en su vida cotidiana y en esa otra, en la que se enlaza con la Sandie de Anya Taylor-Joy. Al final, tanto la una como la otra son víctimas y observadoras de una tragedia monstruosa en puertas. Al final, tanto la una como la otra se miran con una línea fastuosa y brillante de nostalgia. Con todo su aire delicado, austero y glamoroso, Última noche en el Soho es una rareza argumental que funciona con la precisión de un reloj.

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