En los años 30 del siglo XX, decenas de personas en Nueva Zelanda se vieron afectadas por incendios y detonaciones causados por pantalones explosivos.
Deja de mirar el calendario, no es el Día de los Inocentes ni el April Fool's Day. Esta historia es totalmente real, aunque lo cierto es que resulta tan estrambótica que le valió el premio Ig Nobel a James Watson (no, no es el del ADN), la persona que se dedicó a recopilar algunos casos en 2004.
¿Pero qué estaba pasando? Por supuesto, no se trataba de nada sobrenatural. De hecho, todo se debía a una reacción química. Tan natural como la vida misma. ¿Pero cuál era esa reacción química y qué fue lo que llevó a los pobres neozelandeses a sufrirla de una manera tan peculiar y peligrosa?
El ataque de los pantalones explosivos
Por lo general, las historias sobre pantalones explosivos procedían de agricultores y pastores de ovejas residentes en una misma zona de Nueva Zelanda.
Las historias no eran idénticas, pero todas tenían en común el fuego y las pequeñas explosiones. En algunos casos el dueño de los pantalones los llevaba aún puestos cuando se produjo el accidente. Por ejemplo, hubo un hombre al que le sucedió mientras montaba a caballo. En otros, se encontraban tendidos al aire libre o dentro de casa. Esto último era también un problema, pues hubo varias casas que se quemaron por este motivo, produciéndose la muerte de sus ocupantes.
En un principio se dudaba sobre los motivos de este extraño fenómeno, pero pronto se supo que todo surgió con una invasión vegetal. La hierba de Santiago (Jacobaea vulgaris) es una planta típica de Europa, que se había introducido en Nueva Zelanda bastantes años atrás, en la década de 1800. Como suele pasar con otras especies invasoras, comenzó a crecer de forma descontrolada, desplazando a otras especies autóctonas. Pero eso no fue lo más grave. Lo peor es que se trata de una hierba muy tóxica, por lo que los animales de ganado que la consumían a menudo enfermaban o morían sin que se pudiese hacer nada por ellos.
Era necesario retirar la planta de las zonas de pasto, pero crecía sin control, por lo que resultaba muy complicado eliminarla. Ante este problema, el Departamento de Agricultura propuso una solución: rociar las plantas con clorato de sodio. Y ahí fue donde empezó todo el problema de los pantalones explosivos.
Cuando el remedio es casi peor que la enfermedad
Si el clorato de sodio se mezcla con algunas sustancias orgánicas, como aceites, grasas, restos vegetales, algodón o alcoholes, se genera una reacción muy exotérmica, en la que también se desprende oxígeno. Esta liberación de calor y oxígeno conjunta puede provocar incendios y detonaciones, por lo que es un compuesto químico que debe manejarse con mucho cuidado.
Pero eso no se le dijo a los agricultores y ganaderos neozelandeses. Por eso, cuando al fumigar con el clorato de sodio este salpicaba sobre su ropa, se montó el escándalo de los pantalones explosivos.
Normalmente no es en el acto, pues se suele necesitar un golpe o algo de fricción, como la que se genera al montar a caballo o la que se produce cuando el viento mueve la ropa tendida. Así fue como estallaron algunos de los pantalones de estos atónitos trabajadores.
Pero seguía siendo muy eficaz contra aquellas malas hierbas invasoras. ¿Qué podían hacer? Lejos de dejar de usar el clorato de sodio, se les propuso que no perdieran de vista su ropa y que usaran prendas más anchas; para que, en caso de transformarse en pantalones explosivos, estos pudieran retirarse rápidamente. Pero no era una buena solución, pues la reacción; cuando se da, es tan rápida que sería muy complicado salir fuera del pantalón sin quemarse en el intento.
Al final no quedó más remedio que cambiar de armas contra aquella especie invasora vegetal que, indirectamente, había provocado tantas heridas y muertes.