Ese pensamiento que tiende a considerar basura aquellas obras de arte que consiguen el interés o la aprobación generalizada del público, asumiendo sin comprobación alguna que la ciudadanía es una masa ignorante y de gusto pésimo, se incluye en lo que llamamos esnobismo. Ninguna persona razonable puede negar que la inercia también funciona en los hábitos de consumo. Pero lo que los esnobs irredentos no comprenden, o no se han planteado, es que el arte que se universaliza y queda como cultura popular lo logra muchas veces porque las emociones que provoca, o que muestra de un modo muy elocuente, pueden ser comprendidas y valoradas por cualquier ser humano.
Que un artista tenga la capacidad envidiable de llegar a lo más íntimo del prójimo y que su texto literario, su propuesta cinematográfica o su música perduren y la humanidad no las olvide nunca también conlleva un éxito de difusión. De modo que, si los que padecen esnobismo aseguran que las obras que lo petan son merecedoras de desprecio sin distinciones, lo merecerá asimismo este triunfo del arte según su propia premisa. Pero lo único cierto es que los libros, los filmes y las series de televisión, la música instrumental y las canciones, etcétera se revelarán dignos de respeto dependiendo solamente de sus propias virtudes. O sea, al margen de su desempeño comercial.
Y, si le echamos un ojo a los libros más vendidos de la historia, encontraremos auténticas maravillas. También tostones y despropósitos, claro. Pero la simple presencia de obras arrebatadoras en este ranking ya derriba cualquier tentación y defensa del esnobismo. Podemos prescindir de mamotretos religiosos como la Biblia y el Corán, y de revoltijos indigestos de espiritualidad, autoayuda inútil y puras supersticiones como El alquimista, de Paulo Coelho (1988), o El secreto, de Rhonda Byrne (2006). O de los escritos de Mao Tse-Tung, obligatorios en la dictadura china. Los cuales, como no podía ser de otra forma, se han convertido en superventas.
Los mejores libros más vendidos
Pero no pasa el tiempo por la fascinación bélica de la Ilíada, que se atribuye tradicionalmente al griego Homero (s. VIII a. e. c.). Ni por la belleza evocadora de El gran Gatsby, la novela del estadounidense F. Scott Fitzgerald (1925) a la que le falta poco para cumplir un siglo. Ni por la ingeniosa intriga de Diez negritos, fruto de la inteligencia de la británica Agatha Christie (1939). Y ni mucho menos por el terrorífico totalitarismo de 1984, obra de su lúcido compatriota George Orwell (1949). O por el existencialismo desconcertante de El guardián entre el centeno, del huraño neoyorkino J. D. Salinger (1951).
Sin olvidar la fascinante épica de los tres volúmenes que componen El Señor de los Anillos, la obra magna del inglés J. R. R. Tolkien (1954-1955). Ni ese inconmensurable triunfo que es Cien años de soledad, con el colombiano Gabriel García Márquez (1967) en la cúspide de su talento como narrador y un uso del lenguaje que ya quisieran otros empingorotados de la literatura. Y una obra maestra del cine como la que nos brindó Francis Ford Coppola en 1972 no podía salir sino de una novela extraordinaria como El Padrino, del neoyorkino Mario Puzo (1969). Que puede vérselas con el misterio absorbente de El nombre de la rosa, del italiano Umberto Eco (1980).
Y uno de los pocos ensayos decentes que ha batido récords de ventas, sin compendios estrafalarios de filosofía de baratillo, es el imprescindible Breve historia del tiempo, del inglés Stephen Hawking (1988). Por otro lado, aunque se las quiera despreciar, las novelas La sombra del viento, del barcelonés Carlos Ruiz Zafón (2001) y El código Da Vinci, muy interesante pese al estilo plano del estadounidense Dan Brown (2003), se disfrutan mucho. Tantísimo como la saga de Harry Potter, surgida de la gran imaginación de la británica J. K. Rowling (1997-2007). Y, si estos veintiún estupendos y vendidísimos libros no cambian lo que opinan los pobres esnobs, nada lo hará.