En las historias de ciencia ficción protagonizadas por seres humanos, a no ser que los robots sean antagonistas con uno muy específico al frente, suele adjudicárseles un papel bastante secundario. La saga de Star Wars (desde 1977), cuyas once películas pueden verse en Disney Plus, no es ninguna excepción a esto y, sin embargo, no hay otra en la que la importancia de los droides para historia en su conjunto resulte al mismo tiempo indiscutible y tan discreta. Nuestros queridos C-3PO (Anthony Daniels) y R2-D2 (Kenny Baker y Jimmy Vee) han sido testigos y parte de las aventuras de los Jedi en sus tres trilogías.
Si el segundo pudiera hablar comprensiblemente en vez de mediante pitidos y sin la traducción del droide quejica de protocolo al que le borran los recuerdos en el epílogo de La venganza de los Sith (George Lucas, 2005), podría contarnos cuanto quisiésemos de los Skywalker desde que Obi-Wan Kenobi (Ewan McGregor) conoció a Anakin (Jake Lloyd) en Tatooine durante La amenaza fantasma (Lucas, 1999) hasta la derrota definitiva del emperador Sheev Palpatine (Ian McDiarmid) en oscuro planeta Exegol, el mundo oculto de los Sith, al final de El ascenso de Skywalker (J. J. Abrams, 2019).
Porque el pequeño R2-D2 podría haber sido el narrador de Star Wars si le hubiesen dejado serlo, y en esta última película incluso hubo una escena en la que su relevancia como personaje testimonial es indudable: la de la muerte de Leia Organa (Carrie Fisher), durante cuyo nacimiento también había estado presente en la trágica conclusión de La venganza de los Sith. Con la ausencia de Chewbacca (Joonas Suotamo) y de un C-3PO amnésico por obligación, R2-D2 es el único héroe de la trilogía original que está allí, con su vieja amiga, presenciando cómo se marcha paulatinamente para ser una con la Fuerza como había presenciado su llegada al mundo en una época muy, muy lejana.