Hoy hace 40 años que la viruela se eliminó de la faz de la Tierra, a excepción de algunas muestras conservadas en dos laboratorios, uno de Estados Unidos y otro de Rusia. Por ahora se trata de la única enfermedad humana que ha sido totalmente erradicada, aunque la sigue muy de cerca la polio. Tanto una como otra han podido enfrentarse gracias a las vacunas. Por eso, hoy es un buen día para hablar de la vacuna de la viruela.
Y no solo porque gracias a ella llevemos cuatro décadas libres de una terrible enfermedad, sino también porque estamos atravesando una época rara, en la que muchos seres humanos se niegan a ser parte de uno de los avances que más vidas han salvado a lo largo de la historia.
La historia de la vacuna de la viruela
Se calcula que el ser humano tuvo sus primeros encontronazos con el virus Variola, causante de la viruela, allá por el año 10.000 a.C. De hecho, la mortalidad llegó a ser tan alta que se dice que en algunas culturas estaba prohibido poner nombre a los niños hasta que se comprobara que pasaban la enfermedad.
Sobran los motivos para que los médicos de todas las épocas mostraran una gran preocupación por esta patología, que empezaba con dos semanas de fiebre y letargo y después iba sembrando poco a poco la piel de los pacientes de pústulas.
Pero, lamentablemente, no todos lograron dar con tratamientos efectivos contra el problema. Es el caso del doctor Thomas Sydenham, cuyo protocolo consistía en mantener a los pacientes en habitaciones sin fuego, con las ventanas abiertas y la ropa de cama por debajo de la cintura, mientras consumían doce botellas pequeñas de cerveza cada 24 horas. Más allá de lo atractiva que pueda resultar a algunas personas la última parte del tratamiento, este no daba ningún tipo de resultado.
Lo que sí parecía funcionar era la variolación, un procedimiento que se había practicado tradicionalmente en la India, China y África y que no se introdujo en Europa hasta el siglo XVIII. Consistía en tomar con una lanceta un poco de los fluidos del interior de una pústula madura e introducirlos bajo la piel de brazos o piernas en personas que aún no hubiesen pasado la enfermedad. El procedimiento a veces evitaba que las personas inoculadas enfermaran, pero otros generaba complicaciones, como la aparición de infecciones, ya fuese por la propia viruela o por otras enfermedades, como la sífilis.
De Turquía a Inglaterra
En 1721, la aristócrata Lady Mary Wortley Montague insistió en que la variolación se introdujera en Inglaterra.
Ella misma había pasado la enfermedad durante su juventud y había visto fallecer a su hermano por el mismo motivo. Por eso, cuando su marido fue destinado a Turquía como embajador, quedó maravillada al ver a las mujeres turcas practicar esta técnica. En cuanto lo vio, ordenó al cirujano de la embajada que llevara a cabo el procedimiento con su propio hijo, de 5 años de edad. Más tarde, a su vuelta a Londres, el galeno repitió el procedimiento, esta vez con su hija, que por aquel entonces contaba 4 años.
Ninguno de los niños enfermó, por lo que la noticia llegó a oídos del rey, quien dio su aprobación para que se comenzara a experimentar con la técnica. Primero se llevó a cabo con varios prisioneros, a los que se les dio la opción de librarse de sus condenas si se dejaban inocular. Después se practicó con niños huérfanos. En todos los casos fue un éxito, como también lo fue posteriormente con algunos miembros de la aristocracia inglesa.
Muchos médicos comenzaron a practicarla a gran escala, por lo general con buenos resultados, aunque en un 2%-3% de las intervenciones los pacientes morían, ya fuera por viruela o por otras infecciones. Aun así se consideraba que valía la pena el riesgo.
Perfeccionando la técnica
La variolación siguió extendiéndose por Europa e incluso se exportó al entonces conocido como Nuevo Mundo. Pero seguía sin ser una técnica del todo segura.
Y no lo fue hasta la llegada de Edward Jenner. Este médico inglés había escuchado numerosas historias de lecheras que tras contraer la viruela bovina mientras ordeñaban al ganado quedaban protegidas de la viruela humana, mucho más letal.
En 1796, se puso en contacto con una joven lechera que aún tenía frescas las pústulas características de la viruela bovina. Esta dio su permiso para que tomara muestras de las mismas, con las que posteriormente el científico inoculó a un niño de 8 años, James Phipps. Pocos días después el pequeño desarrolló fiebre y algo de malestar, pero en poco más de una semana estaba perfectamente. Dos meses después, Jenner repitió el procedimiento con el mismo niño, que esta vez ya no manifestó ningún síntoma.
Con la vacuna de la viruela nació el proceso de vacunación, cuyo nombre procede precisamente de las vacas que portaban el virus con el que se infectaban las lecheras de las que se extraían las muestras.
De la vacuna de la viruela a la actualidad
El procedimiento usado por Jenner hoy no habría pasado ni mínimamente los requerimientos de un comité de bioética. Tampoco lo habría hecho el de Pasteur, quien también utilizó a un niño como “conejillo de indias” durante el desarrollo de la vacuna de la rabia. Aunque en este caso el pequeño había sido mordido por un perro rabioso y el experimento podría ser su única salvación.
Afortunadamente, los tiempos han cambiado y hoy en día no es necesario inocular huérfanos para probar la eficacia de una vacuna. Por desgracia, el cambio de los tiempos también ha fluido en otras direcciones menos positivas. Y es que, mientras que en el siglo XVIII había personas dispuesta a administrarse los fluidos de las pústulas de un enfermo, sabiendo que podían contraer la propia enfermedad que querían evitar o incluso una peor, hoy en día hay quien se niega a ponerse las vacunas más seguras de nuestra historia.
Gracias a Jenner, el 11 de septiembre de 1980 se dio por erradicada esa enfermedad que durante siglos dejó un reguero de muertes por todo el mundo. En unos meses podríamos tener una que ayudará a frenar la expansión de la primera gran pandemia de este siglo. Pero algunas personas se niegan a ponérsela, con lo que eso supone para su salud y la de quienes les rodean. Esto también estará en los libros de historia. Estamos a tiempo de decidir cómo queremos que nos recuerden.