Hay proyectos cinematográficos de los que cualquier realizador estaría encantadísimo de ocuparse, y uno de ellos le ha tocado al vasco Aitor Gabilondo, que escaló desde escribir guiones para series como Periodistas (Álex Pina, 1998-2002) o El comisario (Joan Barbero e Ignacio del Moral, 1999-2009) a crear nueve propias hasta la fecha, desde El síndrome de Ulises (2007-2008) con Barbero, Del Moral, Verónica Fernández y Xavi Puerta, pasando por El Príncipe (2014-2016) con César Benítez o Vivir sin permiso (2018-2020), hasta la temporada autoconclusiva de Patria (2020), la esperada adaptación de la novela homónima publicada por Fernando Aramburu (2016), tan bien vendida.

Su nueva ficción para la HBO está rodada con una sencillez ostensible y honesta y limpieza absoluta, absteniéndose de ofrecer virguerías e incluso planos con mucha sustancia técnica y una gran variedad de tipos. El comienzo de Patria, que debiera ser como un puñetazo en el estómago antes de los sugerentes títulos porque el material da para ello, carece de fuerza, y hasta mediado el primer episodio, el montaje sin ningún ingenio ni un buen ritmo, más dinámico, que contribuya a convertir sus secuencias en algo verdaderamente implacable, atrapado después en nuestra memoria, y con ciertas escenas vacuas o que han alargado sin necesidad en ese sentido, nos hace temer que toda la serie sea débil.

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Pero, tras una confrontación callejera, el ritmo adecuado se asegura y perdemos esta inquietud. Aunque uno no puede sino menear un poco la cabeza por el cierre del primer capítulo, que debiera ser el del prólogo. Por otro lado, Patria posee una razonable estructura de puzle cuyas enigmáticas piezas se van colocando paulatinamente, unas cuantas en cada episodio, con el uso de flashforwards y flashbacks. Y el misterio sobre lo ocurrido en el pasado a las dos familias vascuences que la protagonizan nos absorbe pronto, sin olvidar nunca que, en esta historia y en cualquiera que se precie, lo de verdadera importancia es el desarrollo de los personajes y su evolución interna.

Unos personajes vivos, por completo verosímiles, encarnados por un elenco tan encantador y con un curro tan generoso al componer su espíritu trágico, lo que a cada cual le corroe las entrañas, que es para homenajes. Y da igual si hablamos de las espléndidas Elena Irureta (Te doy mis ojos) y Ane Gabarain (En ochenta días) como Bittori y Miren, de José Ramón Soroiz (Flores) en la piel del Txato, de Jon Olivares (Liknart) como Joxe Mari, de Loreto Mauleón (Dos hermanos) dando vida a Arantxa, de Mikel Laskurain (La ardilla roja) como Joxian, de Iñigo Aranbarri (Vitoria, 3 de marzo) interpretando a Xabier o Eneko Sagardoy (Handia) como Gorka: estrechémosles la mano a todos.

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La discreta, mínima partitura escrita por Fernando Velázquez (El orfanato) para Patria, con cimientos en la cuerda y los recursos corales sobre todo, cumple pero no es posible recordarla tras el último de sus ocho capítulos. No así los instantes conmovedores que nos garantiza la emoción en determinados encuentros de sus personajes rotos, y los diálogos elocuentes y reveladores sobre las distintas mentalidades ante el horror etarra, sin faltar ninguna. Porque es indiscutible que la ambientación y el retrato social no se los salta un galgo, y ayudan mucho a que la historia resulte creíble en todo momento. Aitor Gabilondo ha cogido el tole-tole hacia la desdicha vasca, sin prisa, y ya no hay quien lo pare.

Nos muestra sin paños calientes el drama terrible de una sociedad fracturada por el desencuentro político y la violencia terrorista, la de los manipuladores proetarras y los abusos policiales, la de los asesinos del nacionalismo irracional y sus víctimas, que son también los familiares de ambos. Patria no le gustará ni lo más mínimo a quienes sufran un maniqueísmo obtuso y piensen que el sufrimiento del enemigo, de los que realizan acciones atroces e injustificables, y de sus allegados no existe ni influye en el malestar social, y que no tienen patente de corso para confesarlo. O quizá les sirva para entender que un relato poliédrico de esta complejidad dramática, como la vida, no sería decente de otra forma.

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