El interés por cada obra de cine varía según sus características concretas. Si la ha realizado alguien como Martin Scorsese (El aviador) o la ha escrito un genio del diálogo como Aaron Sorkin (La red social), uno no se la perdería por nada del mundo, ni con cuarenta de fiebre, sin mayor justificación que esa. Si adapta un libro que nos gusta mucho, como Misery (Rob Reiner, 1990), se sienta a contemplarla con reparos pero también buenas expectativas. En el caso particular de Nadie sabe que estoy aquí (Gaspar Antillo, 2020), la primera producción chilena de Netflix, el actor Jorge García es el principal reclamo. Y, luego, la producción del cineasta Pablo Larraín (Jackie) para los entendidos.

No tenemos ni idea de si es algo casual que lo primero que veamos en Nadie sabe que estoy aquí sea a Jorge García aparecer entre los altos árboles de una zona boscosa, o algo intencionado. Pero resulta por completo inevitable acordarse de las correrías de su Hugo Reyes, nuestro querido Hurley, por la selva de la misteriosa isla de Lost (J. J. Abrams, Damon Lindelof y Jeffrey Lieber, 2004-2010) con sus imprevistos compañeros de aventura. Y el propio título del filme, directamente relacionado con el misterio de su protagonista, nos puede hacer recordar las circunstancias en las que se vieron envueltos los personajes de esta tremenda serie televisiva. E incluso el destino que le deparaba al suyo.

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Pero el planteamiento cinematográfico de Gaspar Antillo, así como de los coguionistas, Enrique Videla y Josefina Fernández (Prófugos), se separa con absoluta decisión de lo comercial. Nadie sabe que estoy aquí es un drama sereno en su narrativa y sobrio aunque pulido en sus formas, incluso al exponer giros inesperados que rompen la calma situacional, pero con algunos detalles elocuentes en los enfoques y el montaje. Sin embargo, el director no se limita a alimentar parsimoniosamente el progreso íntimo de Guillermo, el peculiar personaje protagónico, sino que su manera de comportarse y las razones por las que vive en un lugar tan aislado son enigmáticas, y requieren explicaciones.

Así, el espectador va descubriendo lo que le hay tras ellas mediante flashbacks de su pasado y oscuras conversaciones, lo que le ha convertido en alguien silencioso, que rehuye a otras personas y con singulares aficiones y reacciones extrañas. Pero no hay desgarros emocionales, o al menos no muy obvios, terribles o demasiado hirientes para el espectador, en Nadie sabe que estoy aquí. Está muy claro que el pobre Guillermo, tan grandullón, los ha sufrido y los guarda para sí en la mayor parte de las ocasiones. Lo que ocurre es que la sobriedad alcanza igualmente a lo que Gaspar Antillo y los otros escritores se permiten en su batería emocional, y su tono se aproxima bastante al de la fábula en varias escenas.

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El uso de la banda sonora es muy moderado, y Carlos Cabezas (El Club) tiene oportunidad de lucirse bien poco. Pero sus intervenciones son siempre oportunas y, con el trasfondo musical de la película como origen del conflicto, parece muy lógico menguarlas para que resalten en los momentos adecuados. Y todos actúan bien en Nadie sabe que estoy aquí; Luis Gnecco, Alejandro Goic, Millaray Lobos, Gastón Pauls... Y no cabe duda de que el rol de Jorge García, de padre chileno, es el más sustancioso que le han ofrecido desde el que desempeñaba en Lost, de que está impecable en el mismo y de que verle con su mono de trabajo nos invita a pensar que, tal vez, hay una furgoneta de la Iniciativa Dharma abandonada en algún rincón del lugar apartado en el que se esconde.

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