Estudios de cine de animación hay unos cuantos, y eso está bien porque permite una variedad considerable de aportaciones al género. Desde Pesadilla antes de Navidad (Henry Selick, 1993), de Disney, pasando por La edad de hielo (Chris Wedge y Carlos Saldanha, 2002), de Blue Sky, hasta las dos primeras entregas de Shrek (Andrew Adamson, Vicky Jenson, Kelly Ashbury y Conrad Vernon, 2001, 2004), de Dreamworks. Pero solo algunos han construido decididamente una imagen y un estilo propios por el que sus películas son muy reconocibles. Pixar, con propuestas como Buscando a Nemo (Andrew Stanton y Lee Unkrich, 2003), tiene un puesto destacado en este sentido. Pero no es el único ni el más obvio a la vista de los ocho largometrajes animados de Aardman.
Los británicos Peter Lord y David Sproxton son los fundadores de la compañía y, tras elaborar secuencias en stop motion para programas televisivos y diversos cortometrajes desde 1972, se arriesgaron con Dreamworks y el largo Chicken Run: Evasión en la granja (Nick Park y Lord, 2000). Después vendrían Wallace y Gromit: La maldición de las verduras (Park y Steve Box, 2005), Ratónpolis (David Bowers y Sam Fell, 2006), Arthur Christmas: Operación Regalo (Sarah Smith y Barry Cook, 2011) y ¡Piratas! (Lord y Jeff Newitt, 2012) con Sony, La oveja Shaun (Richard Starzak y Mark Burton, 2015) y su secuela, La oveja Shaun: Granjaguedón (Will Becher y Richard Phelan, 2019), con StudioCanal y, en medio, Cavernícola (Park, 2018).
Pero Chicken Run sigue siendo la mejor obra de Aardman, y también la más taquillera con 224 millones de dólares recaudados en todo el mundo. Realizada con su habitual técnica de claymation o plastimación, es decir, stop motion con plastilina o algún otro material igual de maleable, y su característico diseño homogéneo de personajes humanos o de otras especies animales y muy detallista en los ambientes y objetos comunes, comienza con un planteamiento que va de cabeza al grano. En los escasos minutos del prólogo y los títulos, expone una situación de campo de prisioneras gallináceas con el clarísimo referente fílmico de La gran evasión (John Sturges, 1963), e incluso la banda sonora de Harry Gregson-Williams y John Powell imita la de Elmer Bernstein en ciertos temas.
Ratónpolis, la más trepidante, y Arthur Christmas, las dos con la animación 3-D que se ha convertido en lo más usual y no con claymation, se encuentran lejísimos de Chiken Run en ingenio cómico. ¡Piratas! contiene logradas coreografías de acción y sabrosas faltas de respeto por figuras históricas inglesas. Las dos partes de La oveja Shaun son un carrusel casi mudo de slapstick o comedia física en la mejor tradición de Buster Keaton, Charles Chaplin o Jacques Tatí, con golpes humorísticos constantes que, en ocasiones, nos puede saltar las lágrimas de tanto reír, como durante la escena del restaurante lujoso en el primer filme o la de la sobredosis de azúcar en el supermercado del segundo. Y Cavernícola proporciona un entretenimiento decente en la misma línea.
Pero la mayor virtud de Chicken Run y en la que supera a las otras siete películas de Aardman, ganándoles por la mano sin despeinarse mucho, es que su secuencia de clímax es la de mayor intensidad, mejor montaje y la más alta satisfacción última cuando exorciza a la vez todos sus demonios conjurados en el metraje anterior. Y produce auténticos escalofríos de gusto contemplar cómo lo hace. Solo La maldición de las verduras, ganadora del Oscar, le pisa los talones al dejarnos encantados con la experiencia. Y hay una continuación en el horizonte, dirigida por Sam Fell, guionizada por Karey Kirkpatrick, que se había encargado del libreto de la original, y cuya producción empezó en 2019. Tal vez se halle a la altura de su predecesora, pero eso está por verse.