Las obras maestras del cine no se hacen como churros. Son una cosa excepcional por la conjunción de talentos inspirados que debe producirse en este arte colectivo, es decir, ni siquiera cada año tiene por qué aparecer alguna; y lo más probable es que 2019 no haya sido una excepción. De manera que ninguna de las nueve películas que estaban nominadas a los Oscar 2020 lo es, pero esta circunstancia perfectamente aceptable —porque lo común nunca resulta extraordinario— no significa ni por asomo que no se pueda dilucidar cuál de ellas alza el cuello, descolla por encima de la altura artística de las otras ocho.
Y, como suele pasar con las votaciones de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de Estados Unidos, la obra a la que le han otorgado el Oscar a la mejor película no es, en realidad y según el criterio de quien escribe, la mejor. Parásitos, la propuesta del surcoreano Bong Joon-ho (Mother), tiene como mayores virtudes su impactante e imprevisible libreto, con una crítica sutil pero feroz a las desigualdades sociales, y su misma puesta en escena. Y, si parece coherente que haya ganado el premio gordo tras el de mejor guion original y director, es absurdo si ya le habían adjudicado el de mejor película internacional.
La favorita era 1917, última del británico Sam Mendes (American Beauty), en la que se luce con su admirable plano secuencia falso; y no es tan poquita cosa como algunos pretenden: las situaciones y las peripecias son guion, no solamente los diálogos, y además entraña ciertas escenas bélicas de un curioso tinte onírico. Pero nada de eso es suficiente y, a pesar del empuje de partitura que compuso Thomas Newman (Cadena perpetua) y el buen hacer del estupendo reparto encabezado George MacKay (Captain Fantastic), no consigue fascinarnos su experimento porque le falta intensidad incluso en su atractivo clímax.
Érase una vez… en Hollywood se reveló como el filme menos desmesurado y verborreico del yanqui Quentin Tarantino, con su acostumbrada composición dinámica, su chispa en las conversaciones, las situaciones excéntricas y, por añadidura, la ocasionalmente conmovedora interpretación de Leonardo DiCaprio (Titanic) en la piel de Rick Dalton. Y si logra que nos entusiasmemos Le Mans ‘66, del neoyorkino James Mangold (Identidad), la californiana Greta Gerwig ofrece en Mujercitas un montaje astuto con simetría rota, certeros disparos al corazón y un reparto femenino excelente. Pero ninguna de las tres brilla mucho.
Tampoco el neozelandés Taika Waititi (Lo que hacemos en las sombras) con la pasmosa sátira de Jojo Rabbit, sorprendente pero inofensiva y no tan hilarante ni capaz de conmocionarnos como debiera. Ni El irlandés, ejemplo perfecto de la maña de Martin Scorsese para aportar uno de sus ejercicios de estilo mafiosos e impecables, casi en piloto automático y sin alcanzar altos vuelos. Ni Historia de un matrimonio, en la que el también neoyorkino Noah Baumbach nos brinda un drama íntimo y un gran duelo actoral que apunta a la obra del sueco Ingmar Bergman (Secretos de un matrimonio) pero no le llega ni a la altura del betún.
Se trata de Joker, la inesperadamente singular y valiosa aportación del antes adocenado Todd Phillips (Juego de armas) —otro oriundo de la ciudad de Nueva York—, la que debería haber recibido el Oscar a la mejor película de 2019. La inquietante transformación de Arthur Fleck, al que da vida un inconmensurable Joaquín Phoenix (Señales), es una arriesgada obra de autor, difícil de olvidar aun sin que alcance lo hipnótico, hasta el punto de convertirse en el fenómeno fílmico de su año. Y se la recordará sin duda cuando la interesante película de Bong Joon-ho se desdibuje en la memoria de los cinéfilos.