La explosión de la central nuclear de Chernobyl fue sin duda uno de las catástrofes de la historia reciente más recordadas y comentadas, por el horror que supuso y los daños que ha generado y sigue generando, tanto a las personas como a la flora y la fauna que vivía cerca de aquella zona.

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Ahora, lo que en su día estuvo lleno de vida se ha convertido en una región fantasma, en la que apenas viven unas pocas personas que se negaron a marchar en su día. Muchas especies animales y vegetales se vieron también lógicamente afectadas por los intensos niveles de radiación que invadieron la ciudad de Pripyat y otros parajes cercanos. Sin embargo, hay seres vivos que no solo resisten esas duras nuevas condiciones; sino que, además, las buscan. Se trata de algunas especies de hongos que han prosperado entre las ruinas de la vieja central, tapizándolas con una espesa capa de color negro azabache. Sin duda, estos organismos son un claro ejemplo de que, efectivamente, la vida se abre paso en cualquier parte, pero también un modelo a seguir para que un día los seres humanos podamos viajar al espacio sin temor a las potentes radiaciones cósmicas que también nos encontraríamos allí.

Hongos radiantes

En 2007, investigadores del Colegio de Medicina Albert Einstein, de Nueva York, publicaron en PLoS One un estudio en el que describían cómo la radiación ionizante mejora el crecimiento de ciertas especies de hongos, como Cladosporium sphaerospermum y Cryptococcus neoformans, que se caracterizan por estar cubiertos del pigmento melanina.

Esta melanina se encuentra también en nuestra piel y se encarga de absorber la radiación ultravioleta que nos llega desde el Sol, con el fin de evitar, al menos en parte, los daños que esta puede generar a nivel celular. En el caso de los hongos, aparte de conferirles un característico color negro, interviene en la transformación de las radiaciones gamma en energía química, necesaria para su crecimiento. Precisamente por ese motivo, estos hongos, que proliferan por la humedad del agua contaminada de Chernobyl, no solo resisten a la radiación, sino que “se alimentan” de ella a través de un proceso que podría considerarse en cierto modo equivalente a la fotosíntesis de las plantas.

Concretamente, parece ser que lo hacen “debilitando” la energía que reciben de la radiación, de modo que sea lo suficientemente baja para poder ser empleada por ellos.

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Llegaron a esta conclusión tras comprobar que una mutante albina de esos mismos hongos no lograba crecer con la misma eficiencia que el resto. Esto aporta información interesante, no solo en lo referente a entornos radiactivos, sino también en otros ámbitos. Por ejemplo, según explicaba ese mismo año uno de los investigadores, Arturo Casadevall, a Scientific American, antes de eso no se sabía por qué las trufas y otros muchos hongos son negros, de modo que esos resultados podrían indicar que, de alguna manera, podrían captar la luz solar y aprovecharla para proliferar.

No todos los científicos estuvieron en su día de acuerdo con que la melanina actuara de este modo. Por ejemplo, Jennifer Riesz, biofísica de la Universidad de Queensland, declaró a ese mismo medio que la melanina podría estar aportando protección frente a la radiación, al igual que ocurre en nuestra piel con las radiaciones ultravioleta, pero que el hecho de que favoreciera también la obtención de energía parecía menos probable.

De cualquier modo, se ha comprobado que estos hongos melanizados tienen una gran predilección por la radiación. Tanto, que incluso dirigen sus esporas hacia ella, favoreciendo su dispersión en este sentido.

Hongos en el espacio

Dada la afición de los hongos de Chernobyl por acercarse a la radiación ionizante (la que sí tiene energía suficiente para generar daños en el ADN), no es extraño que lleven años en el punto de mira de alguno científicos de la NASA.

Es el caso de Kasthuri Venkateswaran, cuyo trabajo se centra en analizar qué biomoléculas, aparte de la melanina, podrían estar confiriéndoles esa resistencia. Comprender los mecanismos que emplean para ello sería de gran utilidad de cara al desarrollo de futuros mecanismos que protejan a los astronautas de las inclemencias de las radiaciones cósmicas.

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Además, el equipo de este científico también ha estudiado la evolución de los campos de lino cercanos a la central nuclear, con el fin de aplicar lo aprendido al desarrollo de futuros cultivos espaciales.

Pero, aparte de estudiar los mecanismos empleados por los hongos, también es importante comprobar cómo se comportarían al cambiar la radiación emitida en las ruinas de Chernobyl por las radiaciones cósmicas. Por eso, en 2016 viajó hasta la Estación Espacial Internacional un cohete de SpaceX, cargado con muestras de hongos extraídos directamente de lo que queda de la central nuclear soviética.

Durante años, el estudio de lo que ocurrió aquel 26 de abril de 1986 ha servido para el desarrollo de centrales nucleares más seguras, en las que no pueda volver a producirse un desastre como aquel. Pero eso no es lo único que podemos aprender de lo que ocurrió. La vida que se abre paso entre las ruinas también tiene mucho que enseñar.