Cuando se anunció que en la película Joker de Todd Phillips no estaría incluido Batman (al menos, como parte integral del guion), una buena parte de los fans debatieron en redes sociales y foros especializados sobre cómo podría funcionar la historia de origen del villano más emblemático de DC sin su eterno enemigo.

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Desde el debut del personaje en 1939, el villano creado por Bob Kane, Bill Finger y Jerry Robinson, representó un tipo de maldad en estado puro. Y más allá de eso, también una figura que se desdibujaba bajo la estatura del cruzado de la capa. Su existencia dependía de su capacidad para enfrentarse al héroe y, sobre todo, de sostener la batalla entre el bien y el mal moral que Batman simbolizaba.

Pero lo que Phillips proponía era una historia de origen para Joker. Una película que no solo mostrara su caída en la oscuridad, sino su personalidad más allá de su paradigmático enfrentamiento con el hijo favorito de Gotham.

¿Podría funcionar algo semejante? Durante ochenta años, el Joker atravesó reinvenciones de considerable importancia, y también un recorrido extravagante y curioso hasta convertirse en metáfora del mal postmoderno. Pero de alguna forma u otra, su simbología siempre estuvo atada a Batman, a la forma en cómo el héroe evolucionaba —o se hacía cada vez más oscuro, matizado en las heridas de sus traumas— y más complicado de comprender. ¿Podría el Joker ser algo más que su reverso oscuro y una entidad independiente a la mitología creada a la medida del hombre murciélago?

El ‘Joker’ llegó para cambiarlo todo

Hasta ahora, el Joker había tenido varias historias de origen. Las cuales no siempre coinciden en los datos generales sobre su vida antes de la eterna y macabra sonrisa que le caracteriza. Más allá de la reinvención para de The Killing Joke creada por Alan Moore, el Joker siempre estuvo rodeado de cierto aire de vaga abstracción: un criminal (que en ocasiones incluso llegó a disfrazarse y tomar el nombre de Red Hood) que luego cayó en una tina de productos químicos que lo enloqueció y que además le brindó su aspecto: piel blanca, cabello verde y las cicatrices que le brindaban su sardónica sonrisa.

Para Todd Phillips el reto fue crear un personaje que pudiera sostenerse sin la justificación de representar algo más que sí mismo. Un recorrido por una ambigüedad moral muy notoria que terminó por convertir al personaje encarnado por Joaquin Phoenix en una criatura inclasificable, símbolo de los pequeños horrores modernos y más parecido a una víctima de las circunstancias que a villano. Y ese cambio — esa estructura que lleva a Arthur Fleck a encarnar un tipo de mal matizado, entre grises e inquietante en su realismo — lo que marca la evolución de los grandes personajes que encarnan el mal en la pantalla grande. Una evolución lenta pero consistente para crear concepciones sobre el bien y el mal cada vez más elaboradas, consistentes y extrañas que se enlazan con la mirada contemporánea sobre la identidad colectiva.

El Joker encarnado por Phoenix mostró en toda su profunda plenitud la posibilidad de utilizar un personaje relacionado con el mal en estado puro, especialmente con la idea de abrir un debate consistente sobre la naturaleza del mal en nuestra época.

No solo se trata de un hombre cuya evolución moral termina por llevarle a una tumultuosa caída en las tinieblas, sino la noción que lo maligno está más allá de cualquier estereotipo formal. Como si se tratara de una evolución que incluye a la audiencia, los nuevos villanos cinematográficos son personalidades complejas que incluso logran entablar un dialogo con los conceptos colectivos sobre el bien y el mal, hasta crear una extraña empatía sobre su comportamiento y decisiones.

Algo que Phillips logra con un curioso manejo de símbolos y a través de la osada decisión de convertir a Arthur Fleck en un hombre a quien cualquiera podría comprender. O al menos, puede analizar con más profundidad que su mera cualidad como contrincante de un héroe, que en esta oportunidad además, no existe.

Un mal mayor: las preguntas de la conciencia

Cuando se confirmó que el gran villano de las primeras fases de la Universo Cinematográfico de Marvel sería Thanos, el llamado Titán loco, hubo algunas preguntas sobre cómo la franquicia marvelita —usualmente criticada por sus némesis blandos y decepcionantes— podría crear un personaje lo suficientemente complejo como para justificar un genocidio mayor, uno de los objetivos del personaje del cómic y que llegaría a la gran pantalla con toda su terrorífica carga simbólica.

Los Hermanos Russo (directores de las películas que cerrarían el primer gran arco argumental de la franquicia compuesto por veintidós películas) no se extendieron en explicaciones, pero dejaron claro que para el cierre de la fase tres de la saga cinematográfica del Universo Cinematográfico de Marvel el público “acompañaría” a Thanos muy “de cerca”. Como un gran espectador de sus decisiones.

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Por supuesto, nadie podía esperar que fuese solo una idea que los directores tomarían de forma literal, sino que convertiría a Avengers: Infinity War en una mirada sobre la naturaleza de lo maligno que Thanos encarnaba tan cercana y dura, que llegó a resultar incluso comprensible.

El Thanos encarnado por Josh Brolin es un genocida implacable, pero también una criatura que esgrime sus motivos con pausadas reflexiones sobre la vida, la muerte y sus motivaciones para creer que su destino es aniquilar la vida a una escala inimaginable, como intentaría explicar Doctor Strange (Benedict Cumberbatch) a un desconcertado Tony Stark (Robert Downey Jr).

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Thanos entabla relaciones con el contexto que le rodea —tiene un grupo de seguidores quienes el admiran a idolatran de forma reverencial— y también se toma el tiempo para analizar las consecuencias de sus acciones. Thanos tal y como lo muestra Infinity War es capaz de matar y lo hará en todas las ocasiones en que sea necesario, pero a la vez también puede llorar por la pérdida y comprender la magnitud de lo que está dispuesto a hacer.

Se trata de un cambio apreciable en los villanos de Marvel, por años criticados por su carácter unidimensional y trivial. Más de una vez, las grandes películas de la franquicia producida por Kevin Feige fueron criticadas por su incapacidad para mostrar el mal como algo más que un conjunto de explosiones, insultos y provocaciones.

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Thanos, monumental, letal pero en especial, con una personalidad atrayente y desconcertante, no sólo logró llevar la percepción sobre los cuestionamientos morales de los personajes a una nueva dimensión, sino brindar una percepción más profunda sobre la forma en que las nuevas mitologías son capaces de traducir las grandes preguntas contemporáneas.

Thanos reflexiona sobre el mal en un mundo asediado por el cambio climático, los peligros de la contaminación y las agresiones de la sociedad sobre el medio ambiente. Y aunque su planteamiento es de una crueldad inquietante, también se vincula de inmediato con las grandes discusiones actuales sobre la responsabilidad del hombre moderno sobre la vida y sus implicaciones. A su estilo sencillo, superficial y sobre todo, sin llegar a reales conclusiones, el Thanos imaginado por los hermanos Russo es un símbolo de un tipo de maldad colectiva que rara vez se analiza en películas semejantes. Y quizás ese es su gran triunfo.

El mal como reflejo de la identidad

Wakanda es un país legendario y también un misterio. Además, es una expresión de fe que la película de Ryan Coogler, Black Panther, celebra como un símbolo de pertenencia, identidad y sobre todo, construcción de la memoria colectiva que convierte a las planicies coloridas de Wakanda en otro personaje dentro de una historia compleja, bien contada y sólida.

Cuando el cine de superhéroes parecía haber llegado a su punto más bajo y el cuestionamiento sobre su existencia — y permanencia — más urgente y complicado, Black Panther llega para demostrar que hay una presunción sobre la permanencia de los mitos y de los viejos estereotipos más allá de su valor comercial. Precedida por la curiosidad y la expectativa, Black Panther es una equilibrada e inteligente combinación de conceptos, desde la maravilla técnica, el estilo, pero también, una exploración sobre la consonancia de la individualidad y el pensamiento colectivo como una ciudadana alegoría social. Casi por accidente, Marvel encontró una manera de transmitir un mensaje inteligente, profundo y condensado en la metáfora de la pertenencia, a través de una historia sencilla pero tan firme que remonta la percepción del mero superhéroe al uso y transforma a Black Panther en una nueva experiencia conceptual.

En una película en el que sentido de la pertenencia lo es todo, el villano Erik Killmonger (encarnado por un poderoso Michael B. Jordan) evita la noción absoluta y juega con todo tipo de elementos, para convertirlo en quizás la némesis más sólida de cualquier película de Marvel, después del Thanos de Brolin.

Black Panther parece evitar jugar con los extremos y concentrarse en los grises, en medio de una batalla de intereses que sostiene el guión y le brinda un aire trágico y su villano — heredero de la misma historia que el héroe — es un reflejo brillante sobre esa concepción de la identidad a medio camino entre el dolor y algo más ambiguo difícil de definir. El camino del héroe regresa en todo su poder evocador — de nuevo, el drama padre e hijo, el vacío de poder, el heredero que debe probarse a sí mismo — y después lo convierte en algo más turbio y duro a través del personaje de Jordan, que encarna el reverso oscuro de ese trayecto hacia el poder y el triunfo de Wakanda como herencia.

Pero además de todo, el héroe tiene un contrincante contra el cual luchar que se encuentra a su nivel, lo cual permite que T’Challa (Chadwick Boseman) y Killmonger luchar de manera muy física y violenta, pero también sean contrincantes intelectuales. Ambos personajes chocan, se complementan, parecen crear una visión del bien y el mal metafórica de enorme poder como discurso.

¿Qué es el mal en nuestra época? Se trata de una pregunta filosófica con una complicada respuesta, pero sobre todo, una percepción amplia sobre sus implicaciones. Los nuevos villanos de la pantalla grande, no sólo tratan de mostrar esa evolución del mal como concepto a algo más profundo, sino encarnarlo de manera profunda, real e intuitiva. Quizás una demostración de la evolución no solo del género sino también del fanático que lo disfruta.