Toxoplasma gondii, el protozoo causante de la toxoplasmosis, es conocido por convertir a los ratones en marionetas a su merced, hasta el punto de hacerles perder el miedo a los gatos y llevarles hasta ellos como cerdos que acuden gustosos al matadero. De este modo, el parásito puede pasar al organismo felino, donde se reproduce sexualmente, y de ahí a sus heces, desde las que puede buscar nuevos hospedadores.

Se ha observado un comportamiento similar en los chimpancés infectados, que de repente se sienten atraídos por la orina de los leopardos, que no dudan en ingerir el paquete completo, de simio y protozoo incluido. Esto ha llevado a que durante décadas se haya pensado que este microorganismo es capaz de alterar alguna red neuronal muy específica de los hospedadores, convirtiéndolos en presas fáciles de cualquier especie de felino. No obstante, la mayoría de estudios que han intentado determinar cuál es esa red neuronal han fracasado o han arrojado resultados contradictorios y difícilmente replicables. Por eso, un nuevo equipo de científicos, procedentes de la Universidad de Ginebra, ha llevado a cabo un estudio en el que se pone el dogma en duda, llegando a una conclusión mucho más posible, que además cuadra con ciertos factores que la teoría anterior no podía explicar.

Microorganismos ansiolíticos

Entre los hospedadores de este protozoo también se encuentran los humanos, aunque muchas personas infectadas por él ni siquiera son conscientes de que lo están. En realidad, solo suele ser mortal para fetos (de ahí que las embarazadas deban tener cuidado con las heces de los gatos y la carne cruda) y personas inmunodeprimidas.

En el resto a veces ni siquiera llega a generar síntomas. Sin embargo, sí que se ha comprobado que algunos pacientes desarrollan comportamientos arriesgados, como cruzar la calle sin mirar. T. gondii se reproduce sexualmente en el organismo de los gatos, pero no en el de los coches, ¿qué significa esto entonces? Este primer factor discordante se ha explicado tradicionalmente mirando al pasado, pues podría ser que este tipo de actos llevaran a los humanos a exponerse a jaguares y otros grandes felinos, que acabarían fácilmente con su vida. Tiene sentido, pero sigue habiendo algo raro. De cualquier modo, el caso más estudiado es el de los ratones, por los que los autores de este nuevo estudio, publicado hoy en Cell Reports, decidieron analizar tanto el comportamiento como el cerebro de algunos de estos roedores, previamente infectados en el laboratorio.

Lo primero que les llamó la atención fue que, si bien parecían sentirse atraídos (o al menos no aterrados) por la orina de gato, también manifestaron más tranquilidad que los roedores sanos en otras actividades que poco tenían que ver con los felinos. Por ejemplo, si se acercaba a ellos la mano de uno de los experimentadores, los sanos tendían a huir, mientras que los otros se acercaban curiosos hacia ella. Pasaba lo mismo al colocarlos en un laberinto. Los primeros tendían a esconderse en las ramas más cerradas, mientras que los segundos correteaban y exploraban las abiertas. La tendencia era la misma si se exponían a objetos nuevos, con los que nunca habían interactuado.

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Esto llevó a los investigadores a pensar que, en realidad, el protozoo no manipula sus mentes para que pierdan el miedo a los felinos, sino que en realidad actúa minimizando su ansiedad ante posibles amenazas y los vuelve más curiosos y propensos a la exploración.

Para confirmarlo, pasaron a analizar sus cerebros entre 10 y 12 semanas después de la infección, en busca de los quistes típicos que forma el parásito. Comprobaron que, a pesar de haber una densidad algo mayor en la corteza, en general se extendían por las conexiones neuronales sin una especifidad de zona aparente.

De hecho, parecía ser que esa pérdida del miedo no se debía a la acción del protozoo sobre una zona concreta del cerebro, sino más bien a una reacción inflamatoria derivada de la lucha iniciada por el sistema inmunitario. No deja de ser una ventaja adaptativa para T. gondii, que de este modo logra reproducirse en su hospedador predilecto, pero la artimaña no es tan concreta como se pensaba en un inicio.

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En cuanto a la razón por la que los humanos parecemos ser más reacios a caer en sus redes, estos científicos apuntan a que posiblemente en nuestro caso la inflamación no llega a ser tan grande como en los roedores. ¿Dejan de ser apasionantes los mecanismos empleados por este parásito tras el descubrimiento? Obviamente no.

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