La obra más imperecedera del irlandés Bram Stoker, publicada en 1897, fue un éxito tal que resulta sorprendente que a nadie se le ocurriera adaptarla al cine con anterioridad a 1921, por el largometraje húngaro Drakula halála, de Károly Lajthay.

El famoso detective surgido de la imaginación del escocés Arthur Conan Doyle en 1885, por ejemplo, tuvo su primera película en 1900 con el cortometraje Sherlock Holmes Baffled, del estadounidense Arthur Marvin. Pero *el mundo no pudo ver la adaptación más aterradora de Drácula* hasta 1922, cuando F. W. Murnau estrenó Nosferatu**, que a puntito estuvo de desaparecer de la faz de la Tierra por el afán implacable de Florence Balcombe, la viuda de Bram Stoker.

Con todo el derecho legal, habría que añadir tristemente. Había recibido desde Berlín una carta anónima en la que habían adjuntado el programa de un evento de postín en Jardín Zoológico de la ciudad, que se ubica en el distrito de Mitte pero que entonces se encontraba en el antiguo Kurfürstendamm: allí se proyectó la película, que adaptaba libremente la novela de Stoker según el volante, con nombres distintos para los personajes protagonistas y otros cambios ligeros a cuenta del guionista Henrik Galeen, especializado en el romanticismo oscuro y autor de libretos como los de El Golem (Carl Boese y Paul Wegener, 1920) o, más tarde, su propia película sobre El estudiante de Praga (1926).

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Florence Balcombe

Pero, claro, *Balcombe no había dado permiso alguno para que Murnau y su equipo trasladaran Drácula al cine* porque ni siquiera le conocía. De modo que, como albacea literaria de su difunto marido y, así, “responsable de celebrar contratos con los editores, recaudar regalías, mantener los derechos de autor y, cuando correspondiese, organizar el depósito de cartas”, demandó a la productora del filme con los abogados de la Sociedad Británica de Autores y exigió con una furia terrible, no solamente una compensación económica por la infracción de derechos que había cometido Murnau, sino también que se destruyera toda copia existente de la película.

El 4 de marzo de 1922 se proyectó Nosferatu en la Sala de Mármol del susodicho zoológico berlinés, con los asistentes vestidos igual que en el periodo Biedermeier (1815-1848), una época de florecimiento burgués y artístico en Europa Central. Pero se trató simplemente de un exclusivo pase previo para obtener reacciones, pues el estreno oficial se produjo en el Primus-Palast del mismo Berlín, y la prensa la ensalzó casi con unanimidad. Por ello, la demanda de Balcombe fue como un cubo de agua fría, sobre todo cuando ganó el juicio y, según el tribunal, cada una de las copias de la obra fílmica debían entregarse a la viuda para que fuesen pasto de las llamas.

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Nosferatu fue la única película de la Prana-Film, que se había declarado en bancarrota para no indemnizar a Balcombe. Y, pese a la infeliz destrucción de celuloide, una copia ya circulaba furtivamente por el resto del mundo, con unas cuantas duplicaciones paulatinas y el progresivo culto de cinéfilos muy particulares. Y no fue hasta 1929 que se llevaron a cabo las primeras proyecciones en Estados Unidos, en las ciudades de Detroit y Nueva York. Lo curioso es que una versión no autorizada de Nosferatu se lanzó en Viena, capital de Austria, el 16 de mayo de 1930 con el título de La hora duodécima: una noche de terror, con escenas antes eliminadas, adiciones y nombres diferentes para los personajes.

El caso es que casi perdemos esta obra hipnótica del expresionismo alemán, que tal vez sea todavía, insistimos, la más espeluznante de cuantas conocemos sobre el vampiro aristócrata, el más famoso de los chupasangres, trasunto del real y despiadado Vlad Tepes, el Empalador: las escenas en las que aparece ese ser horripilante al que encarna Max Schreck acojonan, con perdón, al más pintado.

Era legítimo que Florence Balcombe mantuviese sus exigencias; además, estaba pasando apuros económicos, por lo que se comprende su tesón. Pero quizá debiese haber considerado si de veras tiene algún sentido querer destruir una obra artística para proteger los derechos sobre otra, ambas inmortales.