Al ver que Netflix y la BBC han querido ofrecernos *una nueva adaptación de Drácula, la famosa novela escrita por Bram Stoker* sobre el más influyente de todos los vampiros, la pregunta de si era necesaria después de tantas otras es de lo más comprensible. Y lo cierto es que sus innovaciones en cuanto al personaje la justifican de sobra, pero a ningún cinéfilo puede extrañar que haber llegado a esta justificación no haya sido cosa sencilla para los británicos Mark Gatiss y Steven Moffat tras la gran cantidad de antecedentes y chupasangres icónicos. Tal vez por esa razón, *la BBC ha entregado un interesante documental de casi una hora acerca de los precursores creativos de la miniserie, titulado In Search of Dracula with Mark Gatiss (2020)*.

¿Era necesaria una adaptación de ‘Drácula’ como la de Netflix?

El libreto y la dirección los firma Nathan Landeg, que ya se había ocupado de *Mark Gatiss: A Study in Sherlock (2016), el documental propio acerca de la última serie (desde 2010) sobre el célebre detective ideado por Arthur Conan Doyle, de la que igualmente son autores Gatiss y Moffat. En ella, como en Drácula* encarna el primero a uno de sus personajes, el servil abogado Frank Renfield, se metió entonces en la piel de Mycroft Holmes. “Drácula… El mismo nombre es sinónimo de terror”, comienza diciendo Gatiss aquí para presentarnos lo que va a exponer. “La creación del irlandés Bram Stoker es un cuento icónico sobre un vampiro medieval acechando en las calles de Londres, y ha asustado e inspirado a millones de personas alrededor del mundo desde hace 125 años”.

Y continúa así: “Desde su primera publicación en 1897, la novela de Bram Stoker nunca se ha agotado”, jamás ha estado descatalogada. “He viajado a través del mundo en busca de los orígenes del vampiro, hablando con algunas de las personas que, a lo largo de los años, le han dado a Drácula sangre fresca”. Porque no es “sólo un icono del horror, sino también una cultura”, y parece de lo más adecuado que “no quiera permanecer muerto”. Pero, “¿qué pasa con el personaje que está tan impregnado en la imaginación popular?”, prosigue. “¿Qué sigue levantando a Drácula de la tumba?”. Es preciso que indague sobre “el corazón de la leyenda” de este mítico monstruo para mostrarnos la historia de su creación y la de su inmortalidad.

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Confiesa que de niño le obsesionaban las películas de terror de la Hammer, de modo que no es de extrañar que determinados planos de la miniserie recuerden la estética del Conde en las mismas. Y aborda luego las adaptaciones de la novela desde **Nosferatu (F. W. Murnau, 1922), la obra que en verdad introdujo la idea de que los vampiros no pueden exponerse a la luz del sol, lo que quizá les llevaría a Moffat y a él a incluir el gran giro del tercer episodio, “The Dark Compass”, sobre este asunto**. Entrevista a Christopher Frayling, especializado en la ficción de vampiros, y a Philip Spedding, de la Biblioteca de Londres en la que Bram Stoker investigó para crear a Drácula. Y en el Museo Rosenbach de Filadelfia, consulta la lista manuscrita del literato sobre “las reglas de la bestia”.

La más curiosa estrella del mal: Drácula se reinventa para una generación ambiciosa

Dichas reglas son las que acatan en su adaptación, como el hecho de que el Conde no pueda beber más que sangre, o deciden replantearlas, como cuando modifican que no se refleja en los espejos y escogen que ve más allá de una simple imagen reflejada en los mismos. Se reúne también con el historiador cinematográfico David J. Skal, que le habla del camino hasta la adaptación dirigida por Tod Browning (1931) desde Broadway. Pero no fue hasta la turca **Dracula in Istanbul (Mehmet Muhtar, 1953) la que metió los característicos colmillos prominentes del aristocrático no muerto, los cuales están también en la miniserie británica pero no tan acusados y grotescos como es costumbre, sino con un aspecto más natural**.

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Gatiss queda con otro historiador del cine, Jonathan Rigby, para que nos ilustre sobre los escenarios de las producciones de la Hammer, como Drácula (Terence Fisher, 1958), en la que el sanguinario villano se muestra menos teatral y artificioso y más seductor. Y no es que al nuevo con las facciones del danés Claes Bang le interese en absoluto seducir tanto a sus pobres víctimas como aterrorizarlas, pero la naturalidad de su amaneramiento juguetón tampoco se puede poner en tela de juicio. Más tarde, la actriz Joanna Lumley, que interpretó a Jessica Van Helsing en Los ritos satánicos de Drácula (Alan Gibson, 1973), señala “el glamur” de estas películas, del que carece la reciente adaptación por completo pues choca con el estilo de los socarrones Gatiss y Moffat.

Pero la más fiel a la novela de Bram Stoker es quizá, según explica el primero, otra miniserie de la BBC: El Conde Drácula (Philip Saville, 1977), fidelidad en la que tampoco coincide la suya, que apuesta resueltamente por la libertad creativa, combinando elementos tradicionales con las ocurrencias que se les antoja a la pareja de cineastas británicos. Por ejemplo, la ruinosa abadía benedictina del siglo VII situada en Whitby, una ciudad de la costa nordeste de Inglaterra que el escritor irlandés eligió para ambientar parte de su libro, la utilizan Gatiss y Moffat como fondo al final de “Blood Vessel” (1x02) y el comienzo del último capítulo y, oh, para las rojizas ensoñaciones de la sanguijuela transilvana.

La actriz Susan Penhaligon fue Lucy Westenra en la miniserie de Saville, y confirma el “sentido de lo correcto” al que apunta Gatiss en cuanto a rodar en la abadía y sus alrededores. Y probablemente se trate del mismo sentido lo que ha empujado a los responsables de la flamante Drácula a que Lydia West, una intérprete negra, componga a la Lucy del siglo XXI, por inclusividad o al menos por situarse en la sociedad heterogénea en la que vivimos. Pero es con Jan Francis, que se calzó los zapatos de Mina Harker en el filme de John Badham (1979), con la que conversa acerca de su romanticismo y el carácter tan seductor de su Conde, el de mayor viveza expresiva hasta el culmen de Claes Bang, que se luce así más que ninguno de sus predecesores.

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Y, si el de Drácula de Bram Stoker (Francis Ford Coppola, 1992) se reveló como el más monstruosamente extraño, el de Gatiss y Moffat se diferencia de los anteriores según el segundo en que “su costumbre de ser bastante voluble, bastante libre, pero hacer eso siniestro; porque nunca es más aterrador que cuando elige sonreír y hacer un gesto despreocupado y un comentario simplista”. Además, cuando es “divertido en una situación horrible”, lo que demuestra es que “a su manera escalofriante, está terriblemente acostumbrado a matar, destruir a alguien con frecuencia”; y “hay algo profundamente aterrador en ello, en alguien inconmovible ante su propia maldad”. Y, aunque no lo mencione con el término específico, tal comportamiento es propio de la psicopatía.

Por su parte, Claes Bang empezó “viendo todas las películas antiguas” para construir a su Drácula particular, “con la intención de ver qué habían hecho y si podía quedarse con un poco de ahí” y elaborar a partir de todo lo previo. Y en relación a su conducta, indica que el vampiro tiene la necesidad básica de alimentarse, igual que los seres humanos, y Bang no le ve sencillamente “como alguien que lo destruye todo”, sino que esa destrucción se produce a causa de lo que hace para satisfacer esa necesidad sangrienta. La de un personaje tan icónico que “tiene su propio emoji en los teléfonos móviles”. No está nada mal que le propongan a uno transformarse en un ser tan legendario y, con su talento, ayudar en la renovación del mito vampírico más grande del cine.

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