Hay películas que hacen escuela: nos proponen un tipo de trama, una clase novedosa de fórmula narrativa o, al menos, una combinación de ingredientes ya conocidos que plantean juntos de un modo diferente y triunfa como tendencia cinematográfica. En el género de terror, ha ocurrido con La noche de los muertos vivientes (George A. Romero, 1968) por ejemplo, o con La matanza de Texas (Tobe Hooper, 1974) y Halloween (John Carpenter, 1978), al margen de la consideración que podamos tener por ellas como analistas o cinéfilos. Las de **fantasmas que acosan en su hogar a pobres familias desprevenidas* se reflejan en el espejo de Terror en Amityville (Stuart Rosenberg, 1979) o Poltergeist (Hooper, 1982), y por ahí va la reciente Malasaña 32* (Albert Pintó, 2020).
El referente de Rosenberg es porque adapta “la historia real”, sucedida en suelo estadounidense, de mayor renombre en el mundillo de lo paranormal y, como todas, un fraude de tomo y lomo, no por las virtudes o la influencia del propio filme. Pero el dirigido por Pintó nos devuelve a la memoria otro hispano, el cual sigue también la estela de Amityville y el poltergeist que se llevó a la pequeña Carol Anne Freeling: Verónica (Paco Plaza, 2017). Y, por el éxito de esta última antes y después de estar disponible en Netflix, **parece lógico comparar Malasaña 32 con ella como los dos exponentes más actuales del género en España**; sobre todo si tenemos en cuenta que la de Pintó ha obtenido la mejor apertura de una película de terror española precisamente desde el estreno de la de Plaza.
La dos se distinguen en su pretensión de que se inspiran en hechos reales: Verónica, en el sonado caso del expediente de Vallecas, y Malasaña 32, en el violento currículum del número tres de la madrileña calle Antonio Grillo, porque no deberían decir que la segunda se inspira en tal cosa dado que no hay nada sobrenatural en dicho currículum, y los detalles escogidos para el argumento son irrelevantes en cualquier inspiración. Y no resulta disparatado señalar que esta circunstancia, no saber lo que uno se trae de veras entre manos —con ocho metidas en la escritura—, influye en una narración cuyos elementos de drama personal solo se esbozan, sus personajes y las motivaciones que los guían se describen con pinceladas y los giros se producen con la mayor arbitrariedad.
Por el contrario, Verónica contiene menos dramas personales y no se desdibuja, sino que ofrece un relato muy específico en el que se concentra a tope con energía inquebrantable. Podría decirse que nunca es mala idea sazonar una trama terrorífica con la hondura dramática de unos personajes y sus pesadumbres, igual que en cualquier otro tipo de filme, y que hacerlo la dignifica por su mayor elaboración. No cabe duda de que es así, pero la eficacia de esta posibilidad depende de si se sazona con la suficiente convicción como para que nos importen; y **uno teme por lo que le pueda ocurrir a los hermanos de Verónica, pero no en exceso lo que le pase a la familia que reside en el inexistente número treinta y dos de la calle Malasaña**.
Ambas películas consiguen embargarnos de una tensión constante y se muestran bastante imaginativas al componer las escenas fantasmagóricas, pero la tensión se sostiene más en el acoso paranormal de Vallecas y nos hizo movernos intranquilos en nuestra butaca, y **los variados juegos espectrales de Malasaña 32 cuentan a veces con una justificación escasa y no mucho sentido, se abusa un poco de los sustos falsos, les da por alguna ida de olla importante*, con flechas apuntando como luces de neón a la ya mencionada Poltergeist y Al final de la escalera* (Peter Medak, 1980), y la banda sonora de Frank Montasell y Lucas Peire en ocasiones se empeña en lo artificioso para elevar la inquietud, utilizando la música para ello sin correlación con lo que se ve en pantalla.
Las dos obras, eso sí, nos brindan un trabajazo en el montaje de sonido, y quizá este departamento destaca en mayor medida a las órdenes de Pintó. Pero, definitivamente, *el cineasta catalán estuvo más certero de todos modos con Caye Casas en la curiosa propuesta de su ópera prima, Matar a Dios* (2017), con su mala uva y sus encantadoras conversaciones. El epílogo de su segundo largometraje nos empuja a levantar las manos con las palmas hacia arriba en un gesto de incomprensión frustrante, y la imagen última, un disparo a nuestra retina, lo encutrece como a otros en los que sus directores han optado por lo mismito antes que Pintó. Y, por todo ello, Verónica nos proporciona mejores escalofríos que Malasaña 32 como película de fantasmas española**.