Una de las películas de terror españolas de la temporada es, por supuesto, **Malasaña 32 (Albert Pintó, 2020), que sigue la estela de la multitud de obras de Hollywood sobre familias que se instalan en caserones encantados*, como Terror en Amityville* (Stuart Rosenberg, 1979) y sus diecisiete aproximaciones más —incluyendo parte de *The Conjuring 2: El caso Enfield (James Wan, 2016)— o la muy recordada Poltergeist (Tobe Hooper, 1982). Pero también va tras los pasos en elementos, estilo y marketing de la exitosa Verónica* (Paco Plaza, 2017), por aquello de que supone un antecedente hispánico cercano. Y, si para esta última habría sido incorrecto venderla como que se basaba en hechos reales pues se inspiraba en ellos solamente, lo adecuado para el filme de Pintó no sería ni tal cosa.
Verónica recrea con mucha libertad lo que le ocurrió entre 1990 y 1992 a la familia del expediente de Vallecas. Y, como la parapsicología dichosa es un cuento chino y luego, además, dos hermanos confesaron el fraude, el filme de Plaza no muestra sucesos verídicos sino que reformula su historia como ficción de fantasía terrorífica, como si los embustes de los Gutiérrez Lázaro no lo fueran y hubiesen sufrido en su casa a un malévolo ente fantasmal. Pero este no es el caso de Malasaña 32: mientras que Verónica aborda un relato específico con falsos tintes sobrenaturales de la vida real, el filme de Pintó se inspira en una serie de acontecimientos violentos, sin espíritus fastidiosos, cuyo escenario fue en verdad un edificio con sombría fama del conocido barrio de Madrid.
Solo hay treinta números en la calle Malasaña, con el último portal junto a la esquina con San Bernardo, de modo que no existe el número treinta y dos, tal como se escucha en la letra del rap del Chojín durante los créditos de la película. Pero en el número tres de la calle Antonio Grillo, cuyo inmueble suma 141 años de antigüedad, resulta que fueron asesinadas diez personas en cuatro ocasiones abominables acaecidas a lo largo de dos décadas. En noviembre de 1945, encontraron el cadáver de un camisero con la cabeza ensangrentada de haberle sacudido con un candelabro; en septiembre de 1948, otro muerto en circunstancias similares; y en abril de 1964, una madre soltera le quitó la vida a su bebé para que la gente no se enterase de lo que se tachaba como una deshonra.
Pero dos años antes de este infanticidio, en mayo de 1962, tuvo lugar una escabechina muy sonada: un sastre mató con un martillo, una pistola y un cuchillo de cocina, para que “descansaran felices”, a su mujer y a sus cinco hijos y luego se suicidó con la segunda. Como era de esperar en este mundo de homo sapiens poco racionales, el bloque de viviendas se ganó la categoría de edificio maldito y vecinos habladores de otros colindantes aseguraron haber tenido allí extrañas vivencias sin una explicación lógica. Sin embargo, no se puede afirmar que Malasaña 32 se ha inspirado en hechos reales porque ni lo que se descubre del misterio que relata, el pasado estremecedor, se parece a las historias verídicas de la calle Antonio Grillo ni lo básico de estas es de naturaleza paranormal.
Tropecientos guiones de ficción incluyen ciertos ingredientes de anécdotas de la realidad, pero a sus responsables no se les ha pasado en ningún momento por la cabeza promocionar el filme resultante o poner un aviso como si se tratara de algo más que adiciones de una normalidad absoluta en cualquier narración de siempre, un comprensible soporte de verosimilitud; por mucho que el de Pintó pudiese haber comenzado como un proyecto para adaptar al cine la leyenda negra de la susodicha calle de Malasaña. Porque una golondrina no hace verano, ni un embarazo deshonroso —como el de la infanticida de 1964— ni un padre que amenaza con saltar por el balcón —como el sastre perturbado— hacen oportuno decirle a los espectadores que se inspira en acontecimientos reales.
No se debe abusar de esta etiqueta, y su desarrollo ha acabado situando la trama muy lejos de los mismos, hasta el punto de que son prácticamente irreconocibles. Tanto como el trasunto de la alarmante anciana, quizá con síndrome de Diógenes —como la dueña del inmueble a lo Flatiron donde se rodó la película, en la calle San Bernardino a la altura del cruce con Dos Amigos—, que tampoco justifica la etiqueta. Pues, si uno se la planta a una ficción sobrenatural, lo que le está sugiriendo al público es que de veras hay una historia disparatada de espectros que se pretende real, como la de Terror en Amityville o Verónica, y que una nueva peli la ha adaptado al cine. Pero no es así con Malasaña 32, y por eso no deberían pasarse de frenada.