Este verano pasará a la historia como uno de los que más trágicos han registrado. En España hemos presenciado cómo una gran extensión de Gran Canaria ardía ante la frustración de los bomberos, que apenas podían frenar el avance de las llamas. Tan preocupados estábamos por lo ocurrido aquí que algunas personas ni siquiera sabían que también el Amazonas estaba viviendo su propio infierno.

Aunque la región suele arder todos los años en un proceso considerado totalmente normal, esta vez se han llegado a activar hasta 40.000 focos, que han arrasado a una velocidad espeluznante el conocido como el pulmón del planeta. Pero esta no es la única zona en la que el fuego se ha excedido en comparación con otros años. También en el Ártico, donde cada temporada se incendia una extensión moderada de bosques boreales y tundra, todo se ha transformado en una catástrofe; que, además, podría tener graves consecuencias para todos nosotros.

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Calcinando las reservas de carbono

Las zonas del Ártico que se suelen incendiar son regiones deshabitadas, en las que por lo general el fuego procede de fenómenos naturales, como los rayos. Esto está considerado como algo totalmente normal, por lo que ni siquiera se hace nada por pararlo, salvo que se acerque a algún asentamiento humano o a infraestructuras importantes. Al fin y al cabo, es un fenómeno más de los que moldean el ecosistema.

Sin embargo, la cosa ha cambiado mucho en los últimos tiempos, y especialmente durante este año. Las precipitaciones son cada vez más escasas, a causa del cambio climático, lo cual promueve una situación de aridez que aumenta la probabilidad de que se desencadenen incendios más graves y, sobre todo, complica que puedan apagarse naturalmente. Esto es un problema, ya que los incendios aquí no solo se diferencian en los de otras regiones en que se dejan avanzar, sino también en la cantidad de carbono que liberan.

Por lo general, cuando se quema la vegetación durante un incendio se libera dióxido de carbono, del cual parte pasa a la atmósfera y otra parte queda de nuevo fijada bajo el suelo del bosque, dando lugar a reservas de lo que se conoce como “carbono heredado”. Este puede permanecer ahí o, si el incendio es muy grave, liberarse de nuevo. Y eso es precisamente lo que preocupaba a los científicos responsables de un estudio, recién publicado en Nature.

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Para llevarlo a cabo, tomaron 200 muestras de suelo de bosques boreales y tundras justo después de una intensa ola de incendios, que tuvo lugar en 2014. Su objetivo era comprobar la antigüedad del carbono presente en ellas, a través de la técnica de datación por radiocarbono.

De este modo, pudieron ver que en casi la mitad de muestras procedentes de bosques jóvenes, de menos de 60 años, se había quemado parte del carbono heredado. Esto se debe a que, si dos incendios se suceden muy cerca el uno del otro, no da tiempo a que el suelo se reponga lo suficiente como para cubrir estas reservas. Para colmo, el aumento de las temperaturas en los últimos años ha propiciado la fusión de una proporción elevada de permafrost, implicada también en la conservación de esta sustancia.

Como resultado, se liberan a la atmósfera grandes cantidades de CO2, considerado como el gas que más influye sobre el efecto invernadero a corto plazo. Esto conlleva un aumento rápido de las temperaturas, que a su vez facilitan la aparición de grandes incendios, dando lugar a un peligroso círculo vicioso. La lejanía del problema puede hacernos no ser conscientes, pero las consecuencias llegarán a todos los puntos del planeta.

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