En 1983, un equipo de investigadores estadounidenses anunció que había conseguido introducir en el genoma de una planta de tabaco un gen bacteriano que le confería resistencia al antibiótico kanamicina. Nacía así la primera planta transgénica, dando paso a una nueva era científica que tendría múltiples aplicaciones, especialmente en el área de la agricultura y la alimentación.
Sin embargo, como ha ocurrido con otros tantos avances científicos a lo largo de la historia, algunos sectores de la población recibieron la buena nueva con miedo y cautela y aún a día de hoy siguen manifestando su disconformidad al desarrollo de este tipo de técnicas de ingeniería genética en plantas cuyos frutos acabarán en nuestras mesas. Sin embargo, tanto los transgénicos como el resto de organismos modificados genéticamente están sometidos a una serie de estrictas normativas que impiden su comercialización en caso de riesgo. Lo que sí está cada vez más claro es que pueden aportar muchos beneficios: hortalizas más nutritivas, cultivos resistentes a plagas, frutos más grandes… son muchas las ventajas que ya se han obtenido o se espera obtener en un futuro. Y el resultado puede aportar beneficios a muchos niveles, desde la salud del consumidor hasta la economía de un país, pasando por la reducción de emisiones contaminantes. Estas son algunas de las conclusiones de un estudio publicado recientemente en GM Crops & Food, de la mano del economista agrícola Graham Brookes.
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20 años de maíz transgénico en España
El estudio de Brookes analiza las consecuencias de la implantación de cultivos de maíz transgénico en España desde 1998 y 2018. También se tienen en cuenta los efectos en Portugal, donde comenzó a cultivarse un año más tarde, en 1999.
En ambos casos, el genoma del maíz había sido modificado para que fuese capaz de resistir a dos plagas de insectos: el taladro del maíz europeo (Ostrinia nubilalis) y taladro del maíz mediterráneo (Sesamia nonagroides). En ambos casos, la implantación de cultivos transgénicos benefició a la economía a diferentes niveles. Por un lado, aumentaba la producción de las cosechas, que crecían más sanas, libres de plagas. Por otro, se reducía notablemente el gasto en insecticidas, así como en maquinaria utilizada para su distribución. Todo esto, según el economista, ha supuesto a los agricultores que optaron por estos cultivos un aumento en sus ingresos en ese periodo de 285’4 millones de euros o, lo que es lo mismo, 173 euros por hectárea y por año.
Sí que es cierto que la opción de introducir estas cosechas supuso en un inicio una inversión mayor que la de otros cultivos. Sin embargo, el estudio concluye que finalmente obtuvieron por cada euro invertido un promedio de 4’95 euros.
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Pero eso no es todo. La implantación del maíz transgénico también supuso ventajas a nivel ambiental, ya que se evitan los efectos que los insecticidas podrían tener sobre otros insectos beneficiosos, como las abejas, o en algún otro ser vivo. Además, al no necesitar vehículos para rociar el insecticida, se habrían ahorrado 593000 litros de combustible solo en España, lo cual supondría 1’58 millones de kilogramos de dióxido de carbono que no se han liberado a la atmósfera en estas dos décadas. Esto, según asegura Brookes en el estudio, sería similar a sacar 980 coches de la circulación.
Finalmente, el aumento en la producción supone también una reducción en la extensión de terreno necesaria; ya que. de haberse mantenido los niveles anteriores, habrían sido necesarias 15240 hectáreas más para obtener una cosecha similar. Este ahorro dejaría espacio para el cultivo de otras cosechas o, directamente, evitaría la deforestación previa a la implantación de nuevas tierras de cultivo. En definitiva, son muchas las ventajas que ha traído el maíz transgénico a España en estos veinte años. Y seguro que lo mejor está aún por venir.