“Un hijo concebido contra la voluntad de la mujer es un crimen. Una muerte contra la voluntad de la persona también. Pero un hijo deseado y concebido por amor es, obviamente, un bien. Una muerte deseada para liberarse de un dolor irremediable, también”.

Estas fueron algunas de las palabras que el gallego Ramón Sampedro dejó escritas en 1998, antes de tomar el cianuro que, gracias a once manos amigas, le brindó la muerte por la que llevaba casi tres décadas luchando.

Veinte años después, su lucha sigue siendo la de otras muchas personas, como Ángel Hernández, quien tras varios años viendo a su mujer enferma de esclerosis múltiple pedir continuamente la muerte, optó recientemente por acabar con su vida, dándole lo que ella más quería. Ahora, el hombre no tiene que lidiar solo con la pérdida de su esposa, sino también con la acusación legal a la que se ha sometido por haberla ayudado a morir. Y es que ni Sampedro ni todos los que llegaron después de él consiguieron que la eutanasia se despenalice dentro de la legislación española. Recientemente, una propuesta de ley con este fin fue impulsada por el Partido Socialista, con el apoyo de la mayoría del congreso de los diputados. Solo el Partido Popular trató de detener el proceso con una enmienda que no recibió suficientes apoyos, por lo que todo siguió su curso, hasta quedar finalmente paralizado tras la convocatoria de las elecciones que se celebrarán el próximo día 28 de abril. Será necesario esperar hasta después de esa fecha para saber si nuestro país se une a la reducida lista de naciones en las que la muerte digna también es un derecho y ayudar a quien la desea a conseguirla no es un delito.

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¿Eutanasia o suicidio asistido?

Aunque a menudo se nombren indistintamente, la eutanasia y el suicidio asistido no son términos equivalentes. En la primera, es otra persona, normalmente un médico, la que ayuda al paciente a morir, mientras que en la segunda debe ser el enfermo quien, bajo supervisión médica, tome la medicación que le provocará la muerte. Además, existe otro concepto, llamado eutanasia pasiva, en el que no se otorga al individuo ninguna sustancia para acabar con su vida, pero este sí puede optar por rechazar los tratamientos o herramientas que lo mantienen vivo.

De cualquier modo, sea cual sea la alternativa a la que hacemos referencia, la mayor importancia la tiene el derecho de la persona que lo solicita, como ha explicado a Hipertextual el doctor en filosofía y derecho e investigador del Observatorio de Bioética y Derecho de la Universidad de Barcelona Manuel López Baroni. “La terminología sobre esta temática es muy confusa y no vale la pena perder el tiempo en deslindar conceptualmente qué es la eutanasia pasiva, indirecta o directa, y diferenciar estas, a su vez, del suicidio asistido”, relata. “Lo fundamental es que se debe evitar el paternalismo, esto es, que determinados grupos religiosos universalicen su idea de qué, cómo y cuánto se ha de vivir. Por eso, es necesario permitir el ejercicio de la autonomía, algo que es muy personal y que depende de cada individuo en situaciones extremas”. Añade que el derecho a la vida incluye el derecho a una vida digna, algo que corresponde dejar decidir a cada persona por sí misma, sin presiones ni interferencias externas, en escenarios potenciales que sin duda son muy difíciles.

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Además, en lo referente a la diferencia entre suicidio asistido y eutanasia, en general, López Baroni aclara que son términos que pertenecen a planos diferentes: “La expresión suicidio asistido aparece en el código penal como cooperación al suicidio, donde además no se cita la eutanasia debido probablemente a que es un término un tanto difuso y con numerosas variantes. En la ley de muerte digna andaluza, por ejemplo, se rehúsa la utilización de expresiones como eutanasia pasiva o indirecta; en su lugar se emplean otras con menor carga emotiva como limitación de medidas de soporte vital o sedación paliativa”.

Sin embargo, y a pesar de que todos estos conceptos respondan a un mismo derecho, sí que es cierto que a la hora de legislar cada país se centra en uno diferente. Algunos permiten la eutanasia, otros el suicidio asistido y otros, como España, no llegan tan lejos, aunque sí permiten la eutanasia pasiva en algunos casos.

Los cinco de la eutanasia

A día de hoy, la eutanasia es legal en Holanda, Bélgica, Luxemburgo, Colombia y Canadá, quienes han ido aprobándola por ese orden, siendo el primero Holanda, en el año 2001. En este país se establece que debe ser el paciente, y no sus familiares, el que lo solicite. Además, los menores de edad también pueden hacerlo a partir de los doce años, aunque en su caso sí que necesitan el consentimiento de sus padres o tutores legales, hasta los dieciséis.

Solo un año después de Holanda aprobó su propia ley Bélgica, en la que existen dos vías diferentes, para pacientes conscientes e inconscientes. La legislación belga también contempla a los menores de edad, aunque allí fue necesario esperar hasta 2014 para que este punto se aprobara. Por otro lado, se establece que si la enfermedad del paciente no es terminal el médico deberá pedir una segunda opinión antes de aceptar llevar a cabo el procedimiento.

Luxemburgo despenalizó la eutanasia en 2009, aunque para ello fue necesario modificar previamente la constitución para reducir los poderes de su Jefe de Estado, el Duque Enrique I, quien un año atrás se había opuesto a la ley, alegando motivos morales.

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En el caso de Colombia, hasta 2014 se presentaron en el Congreso cuatro proyectos de ley para regular la eutanasia, pero ninguno logró prosperar. Sin embargo, un nuevo intento en 2015 culminó con la aprobación de la Resolución 1216 del 20 de abril de 2015(MSPS, 2015a), que establece las directrices para la conformación y funcionamiento de los Comités Científico-Interdisciplinarios para el Derecho a Morir con Dignidad. Estos comités están formados por un médico, distinto del médico tratante, un abogado y un psiquiatra o psicólogo, que clasifican como paciente terminal, susceptible de recibir eutanasia si lo desea, a “aquel con una enfermedad médicamente comprobada avanzada, progresiva e incontrolable, que se caracteriza por la ausencia de posibilidades razonables de respuesta al tratamiento, por la generación de sufrimiento físico-psíquico a pesar de haber recibido el mejor tratamiento disponible y cuyo pronóstico de vida es inferior a 6 meses”.

Ese mismo año, el Tribunal Supremo canadiense dictaminó que la ley que hasta entonces penalizaba la muerte asistida por un médico era anticonstitucional, por lo que se dio un año de plazo para que el Parlamento redactara una nueva. Y así fue como nació la última ley de eutanasia proclamada hasta el momento, en junio de 2016.

Un pequeño paso por detrás

Solo esos cinco han legalizado la eutanasia, pero sí que hay algunos países en los que se admite el suicidio asistido. Este es el caso de Suiza y ocho estados y un distrito de los Estados Unidos.

En el país europeo los médicos no pueden ayudar a los pacientes a morir, pero sí que existen una serie de asociaciones legales que ponen a su disposición todos los medios necesarios para ello.

En cuanto a Estados Unidos, está permitido por ley en Colorado, California, New Jersey, Hawaii, Oregón, Vermont, Washington y el Distrito de Columbia y por orden judicial en Montana, todos ellos con directrices diferentes.

Uruguay, Japón y la India: solo si es pasivo

Uruguay cuenta desde 2014 con la ley 18.473 de Voluntad Anticipada, que establece que las personas mayores de edad y en plenas facultades psíquicas pueden oponerse a recibir los tratamientos médicos indicados, incluso si esto supone que pierdan la vida. Sería, por lo tanto, un caso de eutanasia pasiva, igual que ocurre en Japón y la India, donde la muerte digna está permitida solo en estos términos.

Diferencia entre comunidades españolas

En España, el artículo 143 del Código Penal establece que la inducción del suicidio de otra persona será castigada con penas de entre cuatro y ocho años. Sin embargo, esta condena se reduce en caso de que se demuestre que la persona fallecida había realizado petición expresa para recibir la muerte.

Además, varias comunidades cuentan con sus propias directrices en torno a la muerte digna. Es el caso, por ejemplo, de Andalucía y País Vasco, cuyo parlamento cuenta con leyes que regulan procedimientos similares a la eutanasia pasiva. En la primera cuentan desde 2010 con la Ley de Muerte Digna, que prohíbe la obstinación terapéutica y dictamina que el paciente pueda paralizar los tratamientos cuando lo desee, siempre que se cumplan una serie de requisitos. Por su parte, la ley aprobada en 2018 en el País Vasco se encarga de limitar los esfuerzos terapéuticos y la sedación.

Otros países cuentan con una Ley de Derechos y Garantías que, con puntos diferentes en cada caso, garantiza los derechos de los ciudadanos al final de la vida, permitiéndoles ciertas licencias, aunque no directamente la eutanasia. Este es el caso de comunidades como Asturias, Aragón, Baleares, Canarias, Galicia o la Comunidad Valenciana.

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También es importante la regulación de los cuidados paliativos, como se establece en Madrid, o la puesta en marcha de registros de expresión anticipada de la voluntad o testamento vital, como en Extremadura, La Rioja o Navarra.

Finalmente, algunas comunidades no han lanzado su propia ley autonómica, pero sí han instado al gobierno central a aprobar una normativa a nivel nacional. Este es el caso de Cantabria, Cataluña y Castilla León.

En cualquier caso, sea cual sea el tipo de muerte digna al que nos refiramos, el papel del testamento vital es de extrema importancia, como también ha contado Manuel Lópz Baroni a este medio. “Lo ideal es que la voluntad de una persona para este tipo de escenarios se recoja en un testamento vital, con el asesoramiento oportuno, de forma que la sociedad sepa de forma inequívoca cuál es su voluntad y la respete”.

¿Qué dice la religión?

Si bien en lo referente a otros procedimientos, como el aborto, las diferentes religiones pueden tener una opinión más generalizada, en el caso de la eutanasia existen diversas variantes dentro de las mismas. “En un extremo tendríamos una corriente minoritaria judía que, por ejemplo, rechaza incluso la eutanasia pasiva y la indirecta, lo que legitima el encarnizamiento terapéutico (prolongar la vida más de lo razonable)”, especifica el experto en bioética. “En el otro extremo podríamos situar a determinados grupos católicos, como el Instituto Borja, que se han posicionado a favor de la eutanasia activa en casos extremos”. ¿Puede entonces influir todo esto en la legislación de los diferentes países? La respuesta es compleja, pues no se trata directamente de influencia. “Entre uno y otro extremo se sitúan las tres grandes religiones monoteístas, que están, en general, a favor de la eutanasia pasiva y la indirecta, aunque no empleen ese nombre. La legislación de los países donde estas religiones son mayoritarias recoge precisamente esa opción, aceptación de la eutanasia pasiva e indirecta, y rechazo de la activa. De ahí que más influir podríamos decir que nuestras leyes son la consecuencia directa de estos credos”.

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En definitiva, e independientemente de la religión, la eutanasia, como el aborto, es una cuestión de derechos. Nadie debería obligar a nadie a traer al mundo a un hijo que no quiere, así como nadie debería obligar a nadie a estar vivo sin desearlo. Lo dejó muy claro Sampedro antes de conseguir por fin su más ansiado deseo, pero veinte años después sigue habiendo personas que lo cuestionan y ponen todo su esfuerzo en impedirlo, sin darse cuenta de que vivir es nuestro más preciado derecho, pero jamás debería convertirse en una obligación.