Se suele decir que los seres humanos tenemos un segundo cerebro en el intestino. Es cierto que a veces tenemos la sensación de pensar con el estómago y que los nervios no suelen sentar muy bien a nuestro sistema digestivo. Sin embargo, ninguna de estos fenómenos es suficiente para hacer tal afirmación.
Lo que sí es verdad es que hay una clara relación entre intestino y cerebro y que, según un estudio publicado en Science, su forma de comunicarse podría ser distinta a la que se teorizaba hasta ahora.
Un falso cerebro
El sistema nervioso humano consta de dos zonas muy diferenciadas: el sistema nervioso central, compuesto por el encéfalo-lo que hay en la cabeza- y la médula espinal, y el sistema nervioso periférico, situado por el resto del cuerpo.
Dentro del sistema nervioso periférico se encuentra el sistema entérico, formado por un conjunto de más de 100 millones de neuronas, ubicadas en la envuelta de los tejidos que revisten el esófago, el estómago, el intestino delgado y el colon. Esta es la causa principal por la que hay quien lo define como segundo cerebro, aunque se trataría de un concepto incorrecto, ya que en el cerebro hay bastantes más neuronas, unos 85 mil millones, y se organizan de una forma muy diferente. Sin embargo, dejando los conceptos a un lado, sí que es cierto que hay una clara influencia nerviosa, relacionada con factores como el apetito.
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Mucho más rápido de lo que se pensaba
Existen dos vías de transmisión de mensajes a través del cuerpo humano. Por un lado, el sistema endocrino utiliza como mensajeras a las hormonas, que se liberan a la sangre para viajar hasta las células diana, en las que activan algún tipo de mecanismo. Por otro lado, el sistema nervioso consta de un complejo entramado de neuronas, a través de las que se envía la información en forma de señales eléctricas.
Ambos sistemas se diferencian principalmente en dos factores: la velocidad y la duración de la respuesta. En el caso de las hormonas, la respuesta se da de una forma lenta, pero continuada durante un periodo largo de tiempo, de ahí que sean las principales mensajeras en procesos constantes, como el desarrollo o el crecimiento. En cambio, las señales nerviosas viajan muy rápido, dando lugar a una respuesta precisa, pero corta. Por eso, intervienen en fenómenos como la visión o el dolor.
Hasta ahora, se creía que los mensajes procedentes del sistema digestivo se enviaban a través de las hormonas. Un claro ejemplo es el de los estudios que analizan el papel en el apetito de la ghrelina, una hormona que estimula a las neuronas hipotalámicas, favoreciendo un aumento del apetito. Sin embargo, un nuevo estudio, llevado a cabo por investigadores de la Universidad de Duke, lanza una hipótesis muy diferente al respecto.
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Todo empezó después de que observaran que las células sensoriales que cubren el intestino comparten algunas características con las que están situadas en la lengua o la nariz. Dichas células contienen terminaciones nerviosas, que llevan a pensar en la posibilidad de acceso a algún tipo de circuito neuronal.
Por eso, los responsables del estudio, cuyo autor principal es Diego Bohórquez, decidieron mapear ese circuito, con ayuda de un virus de la rabia marcado con fluorescencia. Este virus afecta al sistema nervioso, por lo que viaja por las neuronas, hasta llegar al cerebro, donde “se apodera” del hospedador, induciéndole cambios radicales en su comportamiento.
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Tras introducir el virus marcado en el estómago de los ratones, comprobaron cómo se desplazaba la fluorescencia, con el fin de hacer un seguimiento de las conexiones establecidas en el sistema digestivo. Así, comprobaron que había un circuito directo que pasaba rápidamente hasta el nervio vago-un nervio que nace en el bulbo raquídeo y enerva varios órganos del tórax y el abdomen- y de ahí al tallo cerebral.
Una vez comprobado esto, los investigadores llevaron a cabo un nuevo experimento, consistente en el cultivo de células sensoriales de intestino de ratón en la misma placa que un conjunto de neuronas vagales. Así, pudieron comprobar que las neuronas comenzaban a extenderse por la placa hasta conectarse con las células sensoriales, donde comenzaban disparar señales. Además, este proceso se aceleraba si se añadía azúcar al cultivo. De hecho, en ese caso el disparo se daba en un tiempo del orden de los milisegundos.
En el caso de sentidos como el gusto o el olfato, este envío rápido de señales se da a través de un neurotransmisor, llamado glutamato, que también parece estar implicado en el apetito. Para comprobarlo, procedieron a bloquear su liberación en las células sensoriales intestinales, obteniendo como resultado el silenciamiento de los mensajes enviados. Esto convertiría, según los propios autores del estudio, a la percepción del apetito en una especie de sexto sentido.
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Bohórquez y el resto del equipo creen que estos resultados podrían extrapolarse a humanos. De ser así, abrirían la puerta a nuevos tratamientos para los trastornos relacionados con la alimentación. Hasta ahora, la mayoría de supresores del apetito que se han desarrollado se centran en las hormonas de acción lenta, por lo que los resultados no suelen ser los deseados. Por el contrario, bloquear estos procesos neuronales recién descubiertos sí que podría dar lugar al efecto deseado.