Espinoso asunto atreverse a evaluar en términos de alcance, frutos y justicia una figura histórica tan destacada como lo ha sido el dictador cubano Fidel Castro. Ya no sólo porque se trate de una cuestión de gran complejidad con multitud de dimes y diretes entre aquellos que le alaban y los que le abominan, sino también porque quizá sea una pretensión un tanto prematura cuando sus cenizas están aún calientes: hay quien señala que todavía hay mucho pasado por remover del que pueden aflorar sorpresas, pero sería de lo más extraño que alguna acción defendible del castrismo no hubiera sido pregonada ya a los cuatro vientos por sus propagandistas y, si alguna cosa esconde la dictadura, poco sentido tiene pensar que será algo bueno.
Lo que hizo el Comandante
Castro había nacido en el seno de una familia humilde de Birán, al este de Cuba, en 1926, y pese a que su padre había logrado luego una buena posición económica, pasó hambre durante el duro año de 1932 porque su institutriz empleaba la asignación en sostener a su numerosa familia en la ciudad de Santiago, a donde habían enviado al niño para que continuase sus estudios. La suya es la historia de cómo alguien que se vendía como un adalid de los valores democráticos acabó cayendo de cabeza en la tentación autoritaria cuando obtuvo el poder, traicionando promesas realizadas públicamente en varias ocasiones pero no del todo a sí mismo.
No fue hasta que se matriculó en la Universidad de La Habana en 1945 que dio comienzo su aprendizaje político y su militancia. Presidió el Comité Pro Democracia Dominicana de la Federación Estudiantil Universitaria, y como delegado suyo, se había citado durante la Conferencia Interamericana de 1948 con Jorge Eliécer Gaitán, candidato de la izquierda liberal a presidir Colombia, que fue asesinado pocas horas antes de su encuentro, lo que desencadenó los terribles disturbios del 9 de Abril, el Bogotazo. En 1952, dos años después de su licenciatura en leyes, se presentó por el nacionalista Partido Ortodoxo para ocupar un puesto en la Cámara de Representantes del Congreso cubano, pero el golpe de estado del general Fulgencio Batista dio al traste con el sistema electoral.
Castro era de la correcta opinión de que, cuando los medios legales o al menos pacíficos resultan inútiles para derribar a una dictadura, siempre ilegítima, existe una justificación para la lucha armada como medio para conseguirlo. Por esa razón, cuando acusó a Batista ante un Tribunal de Urgencia de infringir la legalidad constitucional y este rechazó su demanda, se decidió por combatir. Pero lo cierto es que no era la primera vez que tomaba decisión semejante, puesto que ya había participado en la fallida expedición armada de Cayo Confites para derrocar al dictador dominicano Rafael Trujillo en septiembre de 1947.
Tras intentar la toma de los cuarteles Moncada, de Santiago de Cuba, y Carlos Manuel de Céspedes, de Bayamo, en julio de 1953, que le llevó a la cárcel hasta la amnistía general de mayo de 1955; de su exilio en Estados Unidos y México y el fracaso inicial a su regreso en diciembre de 1956 de la invasión de la isla, que derivó en una guerra de guerrillas desde Sierra Maestra, y de que el general Eulogio Cantillo facilitase la huida de Batista a la República Dominicana, Fidel Castro proclamó el triunfo de su revolución en enero de 1959. A su llegada a La Habana, pronunció uno de sus discursos tan característicos, durante el cual se le posó en el hombro una paloma de las que sus seguidores habían lanzado como símbolo de paz y libertad, lo que fue visto como una absurda señal mística.
En julio de 1957, Castro había suscrito el Manifiesto de Sierra Maestra, en el que los guerrilleros del Movimiento 26 de Julio, entre los que encontraba Ernesto “Che” Guevara, en caso de triunfar y apoderarse de Cuba, se comprometían a celebrar “elecciones generales para todos los cargos del Estado, las provincias y los municipios en el término de un año bajo las normas de la Constitución del 40 y el Código Electoral del 43 y entregar el poder inmediatamente al candidato que resultara electo”. Luego, tras la caída de Batista, Castro prometió elecciones libres en un plazo de dieciocho meses ante la pregunta de un periodista extranjero. Y ni qué decir tiene que no cumplió su palabra.
Si lo cierto es que ya se encontraba muy influenciado por las ideas del marxismo-leninismo cuando intentó una condena legal para Batista, tras ser nombrado Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas por el Gobierno supuestamente provisional y, más tarde, Primer Ministro en febrero de 1959, llevó a cabo una política de expropiaciones de tierras y recursos naturales que provocó las primeras tensiones de su régimen con Estados Unidos, pues esto afectaba a sus intereses propietarios tras décadas de dominar casi por completo la economía de Cuba, tratando al país como si fuese su patio trasero. Así, el presidente Dwight Eisenhower inició la larga serie de represalias económicas, violentos sabotajes y acciones de guerra estadounidenses contra la isla.
Mientras tanto, Castro insistía en que el comunismo ni se le había pasado por la cabeza. “No soy comunista, ni los comunistas tienen fuerza para ser un factor determinante en mi país”, le había explicado a la prensa en Washington durante su visita de abril de 1959. “Esta revolución no es comunista sino humanista”. Y en octubre del mismo año, clamaba: “¿Acusarnos de comunistas para qué? Acusarnos de comunistas para ganarse el halago y para ganarse el apoyo de la reacción”. Los servicios de inteligencia de Estados Unidos, por su parte, calificaban su ideología de enigma absoluto; y hasta el director adjunto de la CIA comentaba lo que sigue en diciembre de 1959: “Sabemos que los comunistas consideran a Castro un representante de la burguesía”.
Hasta que, en diciembre de 1961, el susodicho se quitó la careta por fin ante las cámaras de televisión: “Con entera satisfacción y con entera confianza soy marxista-leninista y seré marxista-leninista hasta el último día de mi vida”, le descerrajó a los cubanos y resto al mundo. Después justificó su reticencia a reconocerlo porque era inoportuno a causa del enraizado anticomunismo de Cuba, pero no hay forma de justificar sus falsas promesas: “Restableceremos todos los derechos y libertades, incluyendo la absoluta libertad de prensa”, aseguró en enero de 1959 durante un discurso. “Las ideas se defienden con razones, no con armas. Soy un amante de la democracia”, declaró a los medios unos días más tarde. “Nunca vamos a usar la fuerza, y el día que el pueblo no me quiera, me iré”, afirmó luego.
Castro y sus compañeros habían acabado con una dictadura feroz y opresora, que había torturado y asesinado a unas 20.000 personas, profundizado en la brecha social y apuntalado la dominación económica de Estados Unidos, la corrupción política y los negocios de drogas, juego y prostitución que la Mafia estadounidense tenía en La Habana, con Batista enriqueciéndose gracias a todo ello hasta acumular una fortuna de unos 100 millones de dólares, que se llevó consigo en su huida a la República Dominicana, a la portuguesa isla de Madeira y, finalmente, a la España de Franco, donde residió casi tres lustros hasta su muerte.
Pero la sustituyeron por otra dictadura mucho más duradera que, aun siendo menos brutal, tiene hasta ahora un saldo de entre 3.000 y 5.000 fusilamientos según el activista Elizardo Sánchez, presidente de la Comisión Cubana de Derechos Humanos y Reconciliación Nacional, de los que casi 1.200 han sido víctimas de ejecuciones extrajudiciales de acuerdo con los datos recopilados por la iniciativa estadounidense Archivo Cuba; y en la actualidad, cerca de un centenar de presos políticos y la opresión reforzada por el espionaje social del Comité para la Defensa de la Revolución y las innumerables palizas a disidentes que han propinado y propinan las Brigadas de Respuesta Rápida del Gobierno.
Y la situación del colectivo LGTB merece párrafos aparte. En 1979, se legalizó la homosexualidad en Cuba, y hoy se financian las operaciones de cambio de sexo y existe la prohibición de discriminar a los trabajadores por su orientación sexual. Pero entre 1965 y 1968, numerosos homosexuales fueron recluidos en los campos de trabajo forzado de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción, con intelectuales opositores y otros disidentes y objetores de conciencia del servicio castrense. Fueron unos 30.000 individuos en total los confinados, en ambientes que variaban de un campo a otro, pero con “tratamientos para curar la homosexualidad” como la aplicación de descargas eléctricas o el condicionamiento utilizando el hambre y la sed de días.
“No podemos llegar a creer que un homosexual pudiera reunir las condiciones y los requisitos de conducta que nos permitirían considerarlo un verdadero revolucionario, un verdadero militante comunista”, decía Castro en 1965. No obstante, en 2010 aseguró que él no tenía prejuicios contra los homosexuales, y reconoció que los de las UMAP “fueron momentos de una gran injusticia”, propiciados por “tantos problemas de vida o muerte” de entonces que no le permitieron prestar atención al asunto. Unas declaraciones que probablemente no les sirvan ni de consuelo a los que fueron obligados a recolectar caña de azúcar en los campos, aun con sueldo, y ni mucho menos de reparación a los que fueron sometidos a tácticas estúpidas, dolorosas e indignas para corregir su homosexualidad.
La Mafia fue de las organizaciones transnacionales que más perdió con la llegada de Castro al Gobierno, y la primera propiedad nacionalizada por la Ley de Reforma Agraria de mayo de 1959 fue la de su propia familia. Y mientras el embargo económico de Estados Unidos contra Cuba arreciaba, proclamó la expropiación de todos y cada uno los establecimientos privados que aún quedaban en marzo de 1968, convirtiendo al Estado en “en el supercapitalista más terrible, único dueño de empresas, único productor, único empleador, único editor de libros y diarios, único distribuidor de bienes, único medio de comunicación”, en palabras del periodista Mauricio-José Schwarz. También, por supuesto, estrechó lazos comerciales con la Unión Soviética hasta el punto de que, cuando esta cayó en 1989, la economía de la isla se derrumbó con ella.
Los críticos con el embargo, acertadamente, argumentan que sólo sirvió para que Cuba y la URSS se acercasen más por la necesidad de la primera y estrategia de la segunda y no sólo por afinidad ideológica, y para que Castro culpara a Estados Unidos de los males del país y se presentara como defensor de los cubanos contra los agresores estadounidenses, afianzándole así más en el poder. Y **si había cinismo en el hecho de que Estados Unidos comerciara con el régimen comunista de Vietnam, o con el de China, a partir los años noventa del siglo pasado, la excusa del embargo se volvió cínica en boca de Castro a la luz de la recuperación económica vietnamita tras la guerra sin contar con el mercado estadounidense**.
Entre 1959 y 1991, el ejército de la Cuba castrista intervino en una docena de contextos nacionales y conflictos bélicos desatados en Panamá, la República Dominicana, Venezuela, Argelia, el Congo, Siria, Angola, Etiopía y Nicaragua. En los tres primeros y en el último sólo quiso extender su revolución e influencia; pero su acción más recordada por oportuna fue la Operación Carlota, desarrollada entre 1975 y 1991 con militares, ingenieros, médicos y profesores y cuyos mayores logros fueron su contribución a la independencia de Angola y de Namibia y para echar abajo el apartheid en Sudáfrica, mantenido por el Gobierno al que apoyaba Estados Unidos.
Pese a las presiones de Washington que fomentaron el aislamiento del país ante sus vecinos de Latinoamérica, excepto México, Cuba fue entablando relaciones en las últimas décadas con Venezuela, Argentina, Ecuador, Bolivia y Brasil por sus nuevos Gobiernos más o menos afines, muy en especial en el caso venezolano: Fidel **Castro firmó un buen número de convenios de cooperación con el filocomunista Hugo Chávez, al que le unía su oposición a Estados Unidos y su más que perceptible déficit democrático, convenios como la Alternativa Bolivariana para América o ALBA. La Cuba castrista fue, por otra parte, uno de los países que envió ayuda en 2014 para atajar el brote de ébola de Sierra Leona, Guinea y Liberia con la brigada médica Henry Reeves**.
“Yo no estoy interesado en el poder, no lo ambiciono”, había dicho Castro en un discurso de enero de 1959. Y por si el que había acumulado hasta el momento no era bastante, fue propuesto para presidir los Consejos de Estado y de Ministros de Cuba en diciembre de 1976. Treinta y dos años después, tras los problemas de salud que le mantuvieron apartado de sus obligaciones gubernativas, delegó en su hermano Raúl en febrero de 2008 y, a partir de entonces, sólo fue diputado de la Asamblea Nacional del Poder Popular y Primer Secretario del Partido Comunista.
Y ese joven que en 1940 le había enviado una carta a Franklin D. Roosevelt para felicitarle por su reelección, ese guerrillero que se había declarado marxista-leninista hasta la muerte en 1961, ese tirano que se enrocó en una defensa nacionalista contraria al internacionalismo de la izquierda, que también practicó, y que **disponía de una fortuna valorada en unos 900 millones de dólares en 2006 según Forbes**, falleció a finales de este pasado mes de noviembre de 2016. Por ese motivo se ha vuelto a desatar la polémica en torno a él, haciendo imprescindible un juicio sereno y documentado sobre su figura crucial y su herencia para los cubanos.
La Cuba que ha dejado Fidel Castro
El sostenimiento del sistema político castrista durante décadas quizá tenga alguna relación con que todos los niños de Cuba deben pertenecer a la Organización de Pioneros, que se dedica básicamente a adoctrinarles en la ideología del régimen para que los ciudadanos la interioricen desde pequeños. Al igual que el propio sistema educativo, que promueve “la formación comunista de las nuevas generaciones” según el artículo treinta y nueve de la Constitución y respecto al que, pese a su gratuidad y su extensión muy próxima al cien por cien en primaria y secundaria, algunos han bromeado estos días diciendo que Castro se empeñó en que todos los chavales cubanos supieran escribir para que pudiesen copiar lo que dictaba.
La isla caribeña se halla en el puesto 56 de 167 en el Índice de Percepción de la Corrupción, con denuncias de que se ha convertido en “un estilo de vida”, y en el 85 de 163 del de Paz Global. **En el Índice de Desarrollo Humano de la ONU ocupa un puesto mediano, el 67 de 188**; Estados Unidos está en el 8; España, en el 26; y respecto a Latinoamérica, Argentina, Chile, Uruguay y Panamá la superan. La población cubana tiene unos 79 años de esperanza de vida y el Gobierno destina casi un 9 por ciento del PIB al sistema sanitario, el país se ubica en el puesto 107 de 193 en la tasa de mortalidad mundial, cuenta con casi el 100 por ciento de alfabetización, unos 14 años de escolarización media y una renta per cápita de unos 5.112 dólares que lo sitúa en el puesto 95 de 196.
La sanidad de Chile, Argentina, México, Perú y República Dominicana es más eficiente que la de Cuba, gratuita y universal pero anticuada y desabastecida, con pocos medicamentos y un equipo médico desfasado, y en la que seudoterapias como la homeopatía, la piramidología y otros disparates campan a sus anchas, ya que parte del presupuesto se tira a la basura consignándolo a ellas. Eso sí, Cuba carece de desnutrición infantil según UNICEF y cumple con los criterios del desarrollo sostenible de la Fundación Mundial para la Naturaleza, todo un mérito sin duda, pero eso sólo no basta para abstenerse de decir que a este viaje no le hacían falta alforjas autoritarias.
Y el caso es que hay otros países en los que los tratamientos de la sanidad pública y todas las matrículas de la educación del Estado son gratis, sin necesidad de erigir antes una república comunista ni de censura y adoctrinamiento algunos. “Aquellos militantes quisieron producir una sociedad «revolucionaria», capaz de sacudirse la opresión y valerse por sí misma, e hicieron exactamente lo contrario: armaron una en la que confían tan poco que nunca le permitieron gobernarse”, cuenta Martín Caparrós en The New York Times. Y el propio Castro, durante unas entrevistas concedidas entre agosto y septiembre de 2010, admitió que el modelo cubano no es exportable: “Ya no funciona ni siquiera para nosotros”, decidió soltar para estupor de los suyos y para sorpresa de la mayoría.
Uno de los propósitos más indignantes que se pueden encontrar entre los valedores del castrismo consiste en difundir la idea de que Cuba es una democracia, generalmente intentando demostrar que los cubanos escogen a sus gobernantes. Se celebran elecciones cada lustro con los candidatos locales propuestos por asambleas de barrio o las circunscripciones correspondientes que se ratifican en las urnas; luego estos señalan a la mitad de los que optarán a las Asambleas Provinciales y la Nacional, y al resto, las Comisiones de Candidaturas, que integran organizaciones estatales como la Central de Trabajadores de Cuba, la Federación de Mujeres, la de Estudiantes Universitarios o, vaya, los Comités para la Defensa de la Revolución.
Todo ello, naturalmente, no es más que un paripé. El método de nominación implica que no se puede presentar quien quiera para ser elegido delegado municipal o provincial ni diputado nacional. La Constitución, por otro lado, decreta que “ninguna de las libertades reconocidas a los ciudadanos puede ser ejercida (…) contra la existencia y fines del Estado socialista, ni contra la decisión del pueblo cubano —comillas— de construir el socialismo y el comunismo”, lo cual “es punible” según su artículo sesenta y dos. Y da la casualidad de que Fidel Castro fue elegido —comillas otra vez— ininterrumpidamente durante casi cincuenta años para la Comandancia hasta que le sustituyó su hermano Raúl.
Así las cosas, la selección de los candidatos a los parlamentos regionales y el estatal está controlada por las autoridades, los cubanos no pueden proponer ninguna reforma esencial de su sistema político porque eso constituye directamente un acto delictivo abominable, hasta el punto de que en el artículo cincuenta y tres de la Constitución “se reconoce a los ciudadanos libertad de palabra y prensa conforme a los fines de la sociedad socialista”, y nunca conforme a otros, so pena de encarcelamiento o de que las Brigadas de Respuesta Rápida le den una buena tunda al que se atreva con ello; y los Castro, en la práctica, llevan gobernando con plenos poderes desde 1959, es decir, de un modo dictatorial.
Pero también hay otros que juzgan la democracia electoral real algo secundario, no imprescindible, y que lo preferente es que las autoridades procuren el bienestar de los ciudadanos y su satisfacción. Nada tiene de anecdótica esa cantinela tan repetida estos días de que los cubanos —así, en un falso bloque homogéneo— sienten que acaban de perder “a un padre”, porque un padre sólo desea el bien para sus hijos y, además, sabe lo que les conviene, como si las supuestas buenas intenciones y “la consanguineidad patriótica” garantizaran que alguien cuente con los conocimientos y las aptitudes para gobernar sin conducir a un país al infierno.
Según esta perspectiva retorcida, suministrar lo que se considera adecuado para la población es instituir una democracia porque, de este modo, los ciudadanos logran lo que quieren, sepan o no que es así, y por lo tanto, alcanzan el poder; y Castro mandaba en Cuba, era positivo que lo hiciera y hasta lo merecía porque sólo le interesaba la prosperidad de la nación y de los cubanos. Con una salvedad, por supuesto: la de los disidentes y los opositores, pero más que nada porque a esa gentecilla no la pueden incluir entre los verdaderos patriotas, ya que estar en contra de la omnisciencia del castrismo es estar en contra de la patria, y por eso merecen las palizas, la cárcel y los fusilamientos como traidores que son, exactamente igual que en todas las dictaduras, donde sólo el líder y sus acérrimos otorgan los certificados de patriotismo.
Y tanto los que afirman que Cuba es una democracia electoral como los que reconocen que no lo es y dicen que, de todos modos, su sistema es democrático de facto obvian que ninguno puede calificarse como tal si se pisotean los derechos humanos y el pluralismo brilla por su ausencia: disfrutar de una democracia no se resume en ir a votar ni en el reconocimiento de sólo algunos derechos humanos, sino también en el ejercicio de la libertad legítima que allí fue defenestrada, primero por el autoritarismo represivo de Batista, y luego, por el de Castro. Porque sin valores y prácticas liberales no hay democracia, y esa es la razón de que, por poner otro ejemplo, la Venezuela del chavismo en la que de verdad se vota se aproxime en su déficit democrático a la Cuba castrista.
Por todo lo anterior, que las democracias liberales necesiten volverse más participativas y directas o, al menos, representativas de veras, profundizar en la viabilidad de las protecciones sociales en vez de destruirlas y, algunas, abolir la pena de muerte no va a transformar a Cuba en un Estado democrático ni más democrático y saludable que estas si sigue como hasta ahora. Y, de la misma manera, que Fidel Castro no estableciese la tortura y el asesinato masivos de disidentes, como los golpistas Pinochet o Videla, no le absuelve de los crímenes y desmanes que sí se han cometido en su nombre ni justifica su dictadura; y que no haya sido el más violento de todos no lo hace bueno para Cuba y sus ciudadanos, ni a los ojos del resto del mundo ni para los anales de la historia.