De la interminable panoplia de directores de cine que el mundo ha visto, engrosada por montones cada año, pocos son los que realizan películas que sean un éxito merecido de taquilla y que se claven de forma indeleble en la memoria de los espectadores. Pero muchos menos son los que, además contar con ese logro, se han convertido por sus propios méritos en un legítimo icono cultural que ha marcado una época.
Ese es el caso de **Alfred Hitchcock, que se labró una carrera con más de medio centenar de filmes y de quien la Fundación Telefónica ha montado una exposición en Madrid*, que podrá verse en su Espacio de la calle Fuencarral hasta el 5 de febrero de 2017. Esta exposición se llama Hitchcock, más allá del suspense*, y aborda la figura de este cineasta británico con un recorrido por su vida y le retrata como el indiscutible autor de cine que fue.
Las razones de que merezca un homenaje así y de que sea tan recordado por el público no se le pueden escapar a nadie cuya memoria emocional esté apuntalada fotograma a fotograma, ya no sólo porque Hitchcock tuviese una clarísima predilección por las historias de suspense sobre criminales y, a menudo, con elementos francamente perturbadores, sino también por su maestría para narrarlas, las innovaciones que introdujo en su medio y la enorme influencia posterior de su obra.
La mayor parte de sus películas son adaptaciones de novelas de intriga, ya sean tramas de espionaje o, muy especialmente, de asesinatos y robos cometidos o planeados, y en no pocas ocasiones, protagonizadas estas últimas por los mismos homicidas y ladrones, lo que las aleja del típico relato del investigador que va tras sus pasos y nos aporta una perspectiva mucho menos habitual en el cine de este género. Sobre todo porque ahonda en los aspectos psicológicos de los malhechores, en sus personalidades y las motivaciones que les empujan a cometer los crímenes.
Pero el cineasta británico no era solemne en absoluto, sino más bien sutilmente divertido y hasta bromista, y muy dispuesto a reírse siempre de sí mismo: los cameos que hace nada menos que en cuarenta de sus filmes lo prueban, como esa fotografía suya del anuncio contra la obesidad en un periódico de Lifeboat (1944), o cuando le vemos vestido de mujer en North by Northwest (1959), o cuando este británico regordete sale por la puerta de una tienda de mascotas precedido de un par de perritos en The Birds (1963).
Así, **gran parte de su filmografía está recorrida por un agradecido sentido del humor* que, por sí solo, ya complace por sus ocurrencias, pero que sirve para aliviar la tensión de sus thrillers al menos durante un rato. Y uno no puede evitar acordarse, por ejemplo, de los chistes negrísimos de The Lady Vanishes (1938), o de la dicharachera Jessie Stevens (Jessie Royce Landis) de To Catch a Thief* (1955).
Porque él mismo los empleaba con frecuencia, se pudo permitir el lujo de acuñar **el término MacGuffin para referirse a un factor de las tramas de suspense que, si bien carece de verdadera importancia, resulta muy útil al principio para que la historia avance** hacia donde se requiere, incluso como incidente desencadenante, como cuando Marion Crane (Janet Leigh) huye con un dinero que no le pertenece y acaba hospedándose en el motel de Norman Bates (Anthony Perkins) al comienzo de Psycho (1960).
Fue, por otro lado, uno de los pioneros en la noble práctica de los giros argumentales sorpresivos, especialmente al final, que luego proliferarían en el séptimo arte; unas ingeniosas vueltas de tuerca que hasta se convertirían casi en principios definitorios de la obra de otros directores posteriores como M. Night Shyamalan o, a veces, David Fincher. Además, como habrá podido intuir quien se haya puesto morado con su cine, Hitchcock innovó en la expresividad de los planos subjetivos y en las técnicas de montaje.
Pero una de las cosas no se suelen decir acerca de él es que fue uno de los pocos realizadores cinematográficos que, no solamente fue capaz de dar el salto del cine mudo al cine sonoro sin ningún tipo de dificultad aparente, como si cosiera y cantase, sino que incluso sus mejores películas las rodó después de dicho salto sin lugar a dudas. Sus obras silentes no fueron demasiadas, ocho en total entre The Pleasure Garden (1925) y The Manxman (1929), pero no se trata de un hecho baladí si consideramos que su etapa de aprendizaje fue muda y, dejémoslo claro, una buena cantidad de directores antes exitosos languidecieron amargamente tras la llegada del sonido.
El filme más valorado de su etapa británica es **The 39 Steps (1939), pero hoy se lo ve francamente envejecido y falto de chispa. Aunque basta con esperar a la oscarizada Rebecca (1940) para distinguir la verdadera primera gran muestra del talento de Hitchcock, por esas secuencias terribles y casi oníricas en la mansión de Manderley con la perversa señora Danvers (Judith Anderson). Muy distintas de las de la ya mencionada Lifeboat**, en la que un espacio reducidísimo se aprovecha al máximo para desarrollar el drama de unos náufragos durante la Segunda Guerra Mundial con inesperadas consecuencias.
Las maniobras de agentes secretos en **Notorious (1956) conquistaron al público y a la crítica, pero se encuentran lejísimos de ese portento que es Rope (1948), un drama criminal rodado prácticamente con lo que parece un largo y asombroso plano secuencia en una sola habitación con vistas a los rascacielos neoyorkinos, con un dominio del tempo cinematográfico no muy diferente del que Hitchcock demuestra en Dial M for Murder** (1954), con la que guarda no pocas similitudes.
Y quizá no nos deslumbrara con una puesta en escena más rotunda que la de **Rear Window (1954), una extraordinaria escalada de tensión para otro misterio de asesinato que contrasta un poco con la soterrada que explota en la escena cumbre de la visualmente compleja Vertigo (1958), llena de suspense psicológico, y con la sostenida de ese entretenimiento de imágenes indelebles que es North by Northwest**, otro enredo de espías tan del gusto de Hitchcock.
Pero, por si no había sido ya suficiente todas las fascinaciones que nos había brindado hasta el momento, el filme que le consagraría como cineasta y por el que más se le recuerda es la inquietante **Psycho**, apuntalada por Bernard Herrmann con una de las bandas sonoras más fenomenales que se han compuesto nunca, y muy particularmente, esa inolvidable escena de muerte a cuchilladas en la ducha cuya planificación visual es, quizá, lo mejor que se le ha ocurrido a este destacado cineasta.
Si bien volvería a sobresalir, puede que por última vez, con la extraña **The Birds, a la que podemos declarar madre de todas las películas de animales violentos que han venido después, y que supone otra demostración de su capacidad para crear atmósferas enrarecidas y horrorizarnos con un montaje más firme e imaginativo de lo que muchos otros podrían soñar. Por esto y todo lo anterior, no es de extrañar que la Fundación Telefónica haya decidido montar una exposición sobre Alfred Hitchcock, que se ganó a pulso y rodaje tras rodaje el apelativo de Maestro del Suspense**.