La democracia representativa es un fósil. Desde que se empezó a aplicar el principio de representación a principios de la edad moderna, nuestro mundo ha cambiado mucho. Dejamos los caballos por la máquina de vapor y la máquina de vapor por el motor de explosión. Pasamos de la impresión artesanal a la industrial, de ahí a la telegrafía sin hilos, la radio, la televisión e Internet. Pasamos de las sangrías y las sanguijuelas a los antibióticos y los antirretrovirales. Pasamos de la astrología a la astronomía, del geocentrismo a la teoría de los múltiples mundos, de los trovadores al teatro, al cine y a la novela. Nuestro mundo ha avanzado. Y sin embargo, nos queda un fósil: la democracia representativa.

En los siglos que han pasado desde que se constituyeran las primeras cámaras representativas (los Estados Generales en Francia, las Cortes de Castilla, el Parlamento en Inglaterra) la única modificación que ha sufrido la idea de la representación ha sido ampliar el electorado. Primero votaron los burgueses. Luego los obreros. Luego las mujeres. Pero la esencia del sistema permanece inmutable: una vez que un representante recibe su mandato, éste es un cheque en blanco. Tiene cuatro años —o cinco, o dos— para hacer lo que se le antoje. Sí, está sometido a controles: los de otros representantes como él, cuyos objetivos son los mismos que los suyos. Es una idea buenísima.

La cosa es que no siempre existió el mandato representativo, sino que surgió como una respuesta a un problema. Lo opuesto al mandato representativo se llama mandato imperativo, y consiste en que el representante recibe de su electorado instrucciones sobre qué y cómo debe votar. Claro que eso en la edad media no era muy práctico: imaginemos al representante de un pequeño burgo medieval en unas cortes de su época. Antes de salir del burgo, sus votantes le sugieren que vote en contra de aumentar los impuestos sobre la lana, que es su principal forma de vida. Tras muchos días de arduo viaje, se somete a deliberación el aumento de los impuestos sobre la lana. Nuestro representante vota no, y la moción no sale adelante. «Pero ya que estamos aquí,» dice otro representante, «deberíamos pensar qué hacemos con el impuesto sobre la leche de oveja». Problema. Con el mandato imperativo, el representante no puede votar lo que se le antoje: se ve obligado entonces a volver hasta su burgo —varios días de arduo viaje— y preguntarle a sus electores, que tras deliberar convienen votar que no. Así que nuestro aguerrido elector emprende otro arduo viaje de varios días para ir a votar que no. Incluso si consiguiera sobrevivir a los ataques de animales salvajes y salteadores de caminos, hemos de reconocer que no era algo demasiado práctico.

Sin embargo no vivimos en la Edad Media, ni en la Edad Moderna, e incluso podríamos decir que no vivimos en la Edad Contemporánea —a la que habría que irle buscando otro nombre, tipo Edad Industrial— sino en la Edad de la Información. Ahora lo podemos saber todo instantáneamente, siempre que queramos. Ahora podemos transmitirle a nuestro representante, siempre que lo consideremos oportuno, cómo queremos que nos represente. Ahora podemos recuperar el mandato imperativo y usarlo a nuestro favor.

Imaginemos una aplicación práctica de este supuesto. Imaginemos que mantenemos una cámara parlamentaria, pero cada uno de los representantes allí reunidos no tiene en su mano un voto: tiene cada voto que le llevó allí. Si un parlamentario sale elegido con 5.215 votos, esos serán los votos que podrá emitir. Ya no es necesario "corregir" la representatividad con métodos delirantes como la Ley d'Hont, ni hacer arquitectura electoral para asegurarse de que cada circunscripción de candidato único tenga más o menos el mismo número de votantes. No: un votante, un voto. Se acabó el bipartidismo, se acabaron los regalos parlamentarios.

Por supuesto, si cada representante tuviera en sus manos los votos de todos sus electores y los manejase a su antojo, poco habríamos arreglado. Sin embargo, si entendemos que cada uno de esos votos ha sido delegado por un ciudadano, y que éste puede reclamarlo siempre que considere oportuno, la cosa cambia. Cada vez que queramos votar directamente en un proyecto de ley, basta con acercarnos a una oficina de correos, o una comisaría de policía y reclamar nuestro voto. Incluso a través de internet, siempre que existieran las garantías necesarias —como el DNI electrónico— para verificar la identidad del votante.

Con este sistema, la mayoría de los ciudadanos delegaría su voto cada cuatro años, como ahora. Sin embargo, esos ciudadanos aún tendrían en sus manos la iniciativa legislativa, la potestad de iniciar mociones de censura e incluso el poder constituyente. No es necesario votar cada vez, pero podrían votar cada vez que lo considerasen lo suficientemente importante o se sintieran poco representados. Los políticos dejarían de tener cheques en blanco, y empezarían a sentir lo que, los que tenemos la fortuna de tener un trabajo, sentimos cada día: que nuestros jefes están ahí, vigilando que hagamos bien nuestro trabajo, y que si no lo hacemos bien habrá consecuencias.

Evidentemente, no podemos esperar que ningún partido actual apoye este tipo de planteamiento. Ellos tienen el monopolio del poder político, y tienen la tranquilidad de que cuando ellos se vayan, vendrán más como ellos. Los partidos, todos, sin excepción alguna, son los únicos beneficiados de una democracia indirecta, viciada y representativa. Nosotros, el pueblo, los ciudadanos, somos los perjudicados, los que aceptan sus designios, sus intrigas y sus corruptelas igual que cuando venían de un señor con peluca que se hacía llamar Su Majestad. Pero el poder es nuestro, y la soberanía es nuestra, y la legitimidad que tienen se la damos nosotros. Somos sus jefes. Y ha llegado el momento de recordárselo.

Foto: ·júbilo·haku·

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