Solo hay dos formas de proceder al llegar a una gasolinera. Coger aire como el que se encuentra en mitad de un jardín lleno de rosas o intentar respirar lo justo para sobrevivir, pero sin retener el olor a gasolina. Es una realidad que lo que para muchos es un aroma maravilloso para otros es un hedor pestilente. En este caso solo hay blancos o negros, no existen los grises. ¿Pero por qué a algunas personas les encanta el olor a gasolina y otras lo odian?

Seguro que te has hecho esa pregunta alguna vez, seas del grupo que seas. Y lo cierto es que los científicos también se la han hecho. Básicamente, se han preguntado cómo puede ser que un olor vinculado a algo tan tóxico pueda resultar atractivo a algunas personas. De momento no hay una respuesta contundente, pero sí que hay dos hipótesis al respecto.

La primera señala a la nostalgia. Por motivos que ahora veremos, el olor a gasolina podría despertar inconscientemente muchos recuerdos agradables. En cambio, la segunda hipótesis se dirige a algo mucho más visceral: el poder adictivo de uno de los ingredientes de la gasolina. Se trata del benceno y desencadena en el cerebro ciertas reacciones que también experimentamos con el tabaco, el alcohol, la cocaína, el chocolate o el sexo. Unos son más peligrosos que otros, pero todos actúan sobre algo conocido como sistemas de recompensa.

La nostalgia del olor a gasolina

En 1913, Marcel Proust publicó En Busca del Tiempo Perdido, el primero de los volúmenes de su obra Por el camino de Swann. Justo al principio del libro, su protagonista cocina unas magdalenas, simplemente por el placer de degustarlas. Sin embargo, cuando las baña en una taza de té, el aroma resultante desbloquea un recuerdo de su infancia tan fuerte, que el autor pasa más de 3.000 páginas describiéndolo.

Es por esto por lo que se conoce como “magdalena de Proust” al fenómeno por el cual el olfato es el sentido que nos trae nuestros recuerdos más intensos. Esto, más allá de la literatura, tiene una explicación científica. Y es que el olfato es el único sentido que no pasa a través del tálamo. Esta estructura es una especie de zona de control, donde la información procedente de los sentidos se somete a un primer análisis, antes de viajar al cerebro y transformarse en las sensaciones que nosotros percibimos.

Al tálamo llega información de los ojos, la lengua, los oídos o la piel, pero no de la nariz, ya que el olfato tiene línea directa con el cerebro. Esto ocurre a través de un conjunto de nervios, conocido como bulbo olfativo, que se concentra especialmente en regiones cercanas a la amígdala y el hipocampo, dos regiones implicadas tanto en la gestión de las emociones como en la fijación de recuerdos.

Como resultado, es muy habitual que un olor nos traiga recuerdos. Más que cualquier otra sensación. A veces, recuerdos que ni siquiera sabíamos que teníamos.

Y eso es lo que algunos científicos piensan que podría pasarnos con el olor a gasolina. Si tenemos recuerdos bonitos de la infancia, en los que nuestros padres paraban a repostar de camino a la playa, o jugábamos en el garaje mientras le hacían una reparación al coche, es posible que desbloqueemos esas evocaciones casi sin darnos cuenta. Simplemente nos sentimos bien.

niño en el asiento de atrás
El olor a gasolina puede desbloquear recuerdos sobre viajes en coche durante la infancia. Crédito: Alexander Grey (Unsplash)

Adicción al benceno

Por otro lado está la parte adictiva del olor a gasolina. Esta está compuesta por muchos ingredientes, pero el que más nos interesa en este caso es el benceno. Se trata de un hidrocarburo que se añade a la gasolina para aportarle más octanaje. Es decir, de este modo, se optimiza el proceso de combustión, ya que el cilindro del motor se puede comprimir más, sin que se produzca una detonación prematura.

El benceno tiene una mezcla de olor acre, pero casi dulce, que en el pasado se añadía a productos para después del afeitado y la ducha. Era un perfume perfecto. Desgraciadamente, después se descubrió que es altamente cancerígeno, por lo que se prohibió su uso en este tipo de productos. Resulta muy volátil, de modo que es lo que antes olemos de la gasolina. Y sí, también lo inhalamos, pero no llega a ser peligroso, mucho menos si se trata solo del momento de repostar.

A pesar de que, por sí solo, se usase en perfumes, lo cierto es que el olor de la gasolina no es el más agradable del mundo. Pero el benceno tiene otra cualidad que lo explica todo. Y es que, cuando se evapora y lo inhalamos, actúa sobre los sistemas de recompensa cerebrales. Esta es una parte del cerebro que se encarga de liberar grandes cantidades de dopamina ante determinados estímulos. Se trata de una hormona que genera una gran sensación de placer, por lo que querremos repetir esos estímulos. Y eso es lo que se busca evolutivamente. Por ejemplo, el sexo activa los sistemas de recompensa. Sentimos placer, queremos volver a hacerlo y favorecemos la perpetuación de la especie humana. También pasa con comidas muy calóricas, como el chocolate. Así, obtenemos energía para mantener activo nuestro organismo.

El problema es que hay sustancias que no traen ningún beneficio, como la cocaína, que también actúan sobre los sistemas de recompensa. Cualquier estímulo que promueva esta liberación de dopamina es susceptible de provocar adicciones, ya que si se repite una y otra vez nos podemos volver resistentes a la dopamina y necesitar cada vez más. No todas las personas son igual de sensibles. Hay unas más propensas que otras a desarrollar una adicción. Y eso puede ser lo que ocurre con el olor a gasolina.

Se sabe que el benceno actúa sobre los sistemas de recompensa, pero no todo el mundo es igual de sensible. El chute de dopamina no es igual. Y eso, junto a que quizás no tengamos recuerdos bonitos asociados al carburante, puede ser el motivo por el que a algunas personas no nos guste este olor. Ahí está la clave de que estemos en el blanco o el negro, pero que jamás nos situemos dentro de la escala de grises. 

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