Oppenheimer, dirigida por Christopher Nolan, muestra su intención desde las primeras escenas. La de contar dos historias a la vez, a través de líneas temporales distintas que corren en paralelo. Por un lado, la versión de Julius Robert Oppenheimer (Cillian Murphy) sobre el papel que le tocó protagonizar en un momento crítico. Al otro, un hecho histórico total y en cierta medida violento, que cambió para siempre, el equilibrio de poder en el mundo y la forma de entender la capacidad destructiva humana.
Pero la cinta, no es, ni una biografía, ni tampoco, esencialmente, un drama histórico. El argumento se mueve los dos géneros y mantiene un delicado equilibrio a partir de dos visiones de la verdad. ¿Qué llevó a Oppenheimer a enfocar toda su determinación en crear un arma que, sabía, sería una fractura siniestra para la época? ¿Qué hizo necesario la fabricación de la bomba atómica en un período en el que el fantasma de la guerra era más real y amenazante que nunca?
Christopher Nolan no intenta explorar en lo moral, mucho menos, en la percepción acerca de un dilema ético en puertas. Lo que desea es algo más audaz y lo logra a través de un argumento denso y angustioso. Dejar claro que tanto Oppenheimer como Estados Unidos no hicieron otra cosa que aceptar un destino inevitable. El de avanzar contra reloj y vencer el mal contemporáneo que se gestaba en Europa bajo la sombra de los nazis.
Oppenheimer
Oppenheimer, de Christopher Nolan, es un acercamiento meticuloso y oscuro a una parte controvertida de la historia norteamericana. A través de la figura del científico, el director se adentra en cuestionamientos directos - y casi políticos - acerca de la carrera armamentista, la paz y la guerra. Lo que permite al argumento mostrar una dura época en que el mal menor era la única opción entre posibilidades, catastróficas.
Pero la cinta, es también un logro técnico de considerable envergadura. No solo por el uso de un punto de vista subjetivo y otro objetivo, separados a través de uso del color. También, por la forma en que el guion y la edición, crean una atmósfera tenebrosa para avanzar hacia una tragedia.
El suceso que cambió al mundo para siempre
Puede parecer una justificación acerca a la carrera armamentista en plena Segunda Guerra Mundial. Pero el relato evita caer en posiciones maniqueas y muestra dos extremos de los sucesos que cuenta. Oppenheimer es un hombre convencido que la bomba atómica es una necesidad. En el mejor de los casos, una batalla a ciegas por evitar que un enemigo despiadado logre primero un triunfo científico de crucial importancia.
Christopher Nolan muestra al personaje desde sus contradicciones y lo humaniza, gracias a una tensión interior que se vuelve más tenebrosa a medida que avanza la narración. Gradualmente, el científico titular comprende las múltiples consecuencias de sus decisiones. El hecho que está creando una posibilidad del futuro cuyos alcances son, en esencia y de manera forzosa, desastrosos.
Pero para el físico teórico, no hay escapatoria. En el mejor de los casos, sabe que la decisión es por un mal menor. El guion, también escrito por el realizador, tiene la suficiente habilidad al explorar en la oscuridad del personaje sin juicios. Desde sus primeras apariciones, Oppenheimer es un hombre empecinado en lograr una forma de justicia. En detener una guerra, en tomar decisiones que nadie más podría.
Un hombre en mitad de decisiones temibles
La trama lo convierte en una figura por momentos despiadada y en otras, abrumada por el peso insospechado de un protagonismo histórico que nunca pidió. Mucho menos, que sabe cómo entender, sustentar o elevar más allá del esfuerzo cada vez más desesperado por cumplir su deber. ¿Cuál es ese? La de evitar que una arma de potencia para una hecatombe esté en manos nazis.
No obstante, bajo esa obsesión, subyace la osadía, la necesidad de improvisar, de comprobar las teorías largamente meditadas. Según el guion, Oppenheimer precisa encontrar un sentido a un esfuerzo intelectual que se compagina con sentimientos viscerales.
La película no hace sencilla la percepción de su personaje principal y en ocasiones, enfatiza su cualidad temeraria. Pero a la vez, la angustia existencial de saber que lo que lleva a cabo, le empujará, pronto o más tarde, a un horror inevitable. Una y otra vez, el relato deja entrever qué tan consciente estuvo el científico que su obra solo era el comienzo de una tragedia histórica. También, el escaso margen de maniobra que tuvo para evitarlo.
Oppenheimer, un prodigio técnico
La trama utiliza algunas trampas sutiles en un intento de ocultar su narración a dos tiempos. La más inteligente y bien planteada, las tomas en blanco y negro que muestran la realidad detrás de la vida de Oppenheimer. Poco a poco, el relato se completa a sí mismo al mostrar el mundo que el científico tuvo que enfrentar. A la vez, los duros procesos interiores que le empujaron hacia contradicciones cada vez más evidentes en su criterio. El montaje pone a ambas situaciones en paralelo, aunque es obvio que ocurren antes o después de la línea central de los eventos.
Pero el director se asegura que el relato y la edición, no den señales precisas de cuando ocurre cada suceso. De modo que la película parece encontrarse en un presente sutil y atemporal en que todo ocurre a la vez. La única señal notoria de hacia dónde transita la historia, es, por supuesto, el estallido de la bomba atómica. El temible e inquietante momento, en todos los esfuerzos, temores, esperanzas y ambiciones, se transforman en fuego puro.
No se trata de una metáfora. Christopher Nolan encamina todos sus esfuerzos a recorrer cada detalle que conformó el proyecto Manhattan y la prueba Trinity. Lo que incluye, largos debates sobre ética, el peligro en puertas y la codicia de una época en que el riesgo atómico no era comparable al del enemigo con mejor armamento. El director y guionista es competente y formalmente sobrio, al contar meticulosamente una serie de sucesos, pero no en orden lineal. De manera que la cinta va desde Los Alamos, a una audiencia en el Congreso estadounidense hasta los diversos lugares en que las mentes más extraordinarias del mundo fueron reclutadas.
Es entonces, cuando el largometraje hace gala de su espléndido elenco. Leslie Groves (Matt Damon), se convierte en un hilo conductor de sucesos y situaciones. Kitty Oppenheimer (Emily Blunt), tiene la firmeza necesaria de interpelar a su esposo, aunque el guion desaprovecha algunos de los mejores debates entre ambos. En especial, cuando deben asumir la carga de la responsabilidad que les incluye en una posibilidad aterradora. La de ser los artífices de un posible final de la historia humana.
Los aciertos y errores de grandes figuras
A través de la pareja, Oppenheimer plantea la idea que el logro del científico fue más una combinación de conocimientos y talentos. Que, a la vez, incluyó todo un contexto que le empujó a dar respuestas inmediatas a un dilema de la época. El guion explora en Norteamérica, convertida en el responsable de la paz mundial. También, en el único país — y sistema — capaz de encarar primero a los nazis y después, la posibilidad del poderío soviético.
Algo parecido ocurre con el resto de los personajes. Jean Tatlock (Florence Pugh) tiene el peculiar peso de una voz de la conciencia para Oppenheimer, aunque el personaje —y la interpretación de la actriz— parece sub utilizados. Edward Teller (Benny Safdie) formula las preguntas necesarias y las incómodas, aunque la mayoría no tienen respuestas. Al otro lado, el Ernest Lawrence (Josh Harnett) es la encarnación de un país que desea vencer. Que sueña con la percepción del triunfo científico como moneda de cambio por la estabilidad global.
Incluso, la aproximación a Lewis Strauss (Robert Downey Jr) es brillante en su sentido sobre la consecuencia política que sustituye la moral. Cuando finalmente se imputa y se señala a Oppenheimer por el invento que trajo la muerte y la victoria, no se realiza a partir del juicio ético. Al menos, Strauss no lo hace. Christopher Nolan usa a la figura para explorar en EE. UU. como escenario de una guerra frontal contra cualquier oposición. La arrogancia del poderío militar convertido en temor y amenaza subyacente.
La belleza terrorífica de la hecatombe atómica
La película se sostiene bien entre múltiples escenarios, conversaciones y datos. Pero su gran objetivo, por supuesto, es mostrar la hecatombe atómica en todo su poderío, belleza terrorífica y detalle. La tan anunciada explosión es un logro técnico y visual que deslumbra y es, de hecho, lo que probablemente definirá a la película en el futuro. Es la conclusión de ambas líneas históricas y aunque tarda en llegar, sostiene todo lo planteado con anterioridad.
De hecho, Oppenheimer analiza la finalidad del horror desde lo utilitario. La explosión de la bomba se describe con detalle y casi a través de los códigos del cine de terror. Es el miedo, de todos los personajes, de una nación entera, del mundo de la época, construido y sostenido en una llamarada que Christopher Nolan muestra casi mítica. Lenguas de fuego que avasallan cualquier debate y que profundizan en los puntos filosóficos planteados hasta entonces. La muerte es inevitable para la paz. La amenaza, para el equilibrio. El mensaje más escalofriante que la película deja a su paso.