En varias de las escenas de Hellraiser, del director David Bruckner, la idea del mal es una oscuridad latente. Antes incluso de que los clásicos Cenobitas se transformen en la amenaza principal, la atmósfera de la película es peligrosa. 

Lo es por su capacidad para convertir la tensión en una sensación ponzoñosa de horror que se construye paso a paso. El reboot de Hellraiser, la clásica franquicia de la década de los ochenta y noventa, es mucho más que un homenaje. A la vez, es una terrorífica exploración en el miedo, mucho más emparentada al relato de origen que cualquiera de las películas anteriores, salvando la primera. 

Para la ocasión, Bruckner, experto en profundizar en la idea de objetos malditos y el poder detrás de lo sobrenatural, transforma la historia en una búsqueda. Lo que brinda al argumento una profundidad inesperada. Una construcción real acerca de lo sobrenatural como frontera entre dos mundos. No solo basado en el miedo, sino también en la agudeza del deseo, el sufrimiento y el placer que puede unir a ambas cosas. Un terreno que termina por equiparar la posibilidad del infierno a un suplicio placentero a niveles profanos.

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Hellraiser, una vuelta de tuerca a placeres violentos

La película ignora por completo la franquicia en favor de rendir homenaje al largometraje de 1987. No obstante, es mucho más sólida y mejor construida, en concreto, al lograr explorar la idea de la oscuridad subyacente en sus personajes con mayor libertad. Sin embargo, en general, su cualidad de tributo sostiene con elegancia las conexiones invisibles con la obra de Barker. 

Al mismo tiempo, Hellraiser ensalza las virtudes de la producción original a un nivel por completo nuevo y reconstruye la mitología con cuidado. Solo lo suficiente para extrapolar, de un lado a otro, la idea de que lo maligno se vuelve una huella indeleble antes o después. De la misma forma que en el relato original, la película enfoca su interés en la búsqueda de la caja Lemarchand. Pero no únicamente debido a su importancia o a las criaturas que puede invocar. 

La Configuración de Los Lamentos es, en esta ocasión, un mensaje latente, venenoso. Tan abominable como idea que sostiene el resto de la narración con facilidad. ¿Por qué tentar a lo desconocido? ¿Qué hace que necesitemos vincular con un tipo de penumbra esencialmente maligna? ¿Hay una parte de la mente del hombre que anhela el suplicio extremo del infierno? 

El dolor convertido en monstruos

Por supuesto, la respuesta proviene de la misma naturaleza humana, fragmentada por sus dudas y dolores. Riley (Odessa A’zion) es una ex adicta que trata de sobrellevar sus pesares en medio de la abstinencia. A la vez, lidiar con la desaparición de su hermano Matt (Brandon Flynn). El guion utiliza la percepción del duelo — el físico, el mental — para abrir las puertas secretas hacia regiones nuevas de la conciencia humana

Con una rara atención al detalle, Hellraiser sigue a Riley mientras trata de desentrañar como puede el misterio que envuelve la pérdida. Los estragos de la droga que dejaron una parte de ella rota, destruida e irrecuperable se entremezclan con la ausencia del hermano. Entre ambas cosas, la desesperación convierte a la necesidad de expiación en un apetito singular que se manifiesta con lentitud. 

Hellraiser

Es entonces cuando la ya icónica caja Lemarchand se convierte en centro del argumento. Riley necesita encontrar a Matt, pero también tratar de comprender su propia desesperación. Entre ambas cosas, el guion toma inteligentes decisiones de recrear la penumbra interior en secuencias largas y asfixiantes. Pero, por supuesto, son los Cenobitas el punto central de esta alegoría a la destrucción física, a los violentos placeres que invoca y sostiene. 

Los Cenobitas en toda su espeluznante belleza

Bruckner brinda a estas deidades del dolor un nuevo peso y personalidad. Desde una distancia contemplativa y violenta, Hellraiser plantea que las criaturas están más allá del bien y del mal. Que términos como “sufrimiento, placer y miedo” son solo concepciones humanas a estratos perturbadores sobre el anhelo por la destrucción. “¿No todos desean ser devorados, sufrir un dolor paralizante y abandonarse a él?”, murmura The Priest (Jaime Clayton), con terrorífica sutileza.

La historia se hace más fluida, brillante, contenida, a medida que La Configuración de los Lamentos muestra sus posibilidades. También Hellraiser, con una potencia narrativa que reconstruye la saga a una dimensión renovada de brillante introspección

Al final, cuando la posibilidad de la tortura se convierte en un obsequio misterioso, la película encuentra su punto más controvertido y elegante. “¿Qué es el dolor, sino una muestra de la infinita maldad del hombre?”, dice The Priest en la oscuridad. “Estamos aquí porque el sufrimiento es real”. La forma más poderosa en que Bruckner puede brindar una sustancia fascinante a su premisa. 

La Configuración del Lamento llega para una nueva generación en Hellraiser

Incluso en nuestra década, el tema del horror mezclado con el placer resulta novedoso e incómodo. Lo que convierte a los Cenobitas no solamente en encarnación de lo maligno, sino de las regiones oscuras del ser humano. ¿Qué es el placer sino una experiencia que evade límites? Hellraiser plantea la cuestión desde sus primeras escenas. 

Pero lo hace con un matiz más siniestro. ¿Qué ocurre cuando las dimensiones del horror, el deseo y lo espeluznante se confunden en una sola experiencia? Hellraiser es brillante en su capacidad para enlazar diversas percepciones acerca de la manera como lo carnal puede ser un conducto del enigma del miedo. 

Mucho más aún cuando evade explicaciones obvias sobre la construcción de lo terrorífico. Se trata de una búsqueda total, que abarca desde lo que lo inexplicable puede ser, hasta la piel desgarrada y los gritos agónicos de placer que puede engendrar. Con la misma belleza tétrica de sus antecesoras — que, incluso, las de menor calidad conservaron — Hellraiser es un recorrido por las sombras. 

Las de los infiernos sugeridos, los estratos del ámbito de lo desconocido entre los que aguardan monstruos de crueldad imparable. A la vez, los pequeños lugares en que el asombro por lo inconcebible se transforma en algo más duro de comprender de lo que podría suponerse. 

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