En una de las escenas centrales de Avatar, de James Cameron, Jack Sully (Sam Worthington) mira al mundo a su alrededor maravillado. Viaja en una nave espacial alrededor de las montañas flotantes del mundo ficticio de Pandora y el paisaje no puede ser más asombroso. “Deberías ver tu cara”, dice la piloto Trudy Chacon (Michelle Rodriguez), con satisfacción.
Pero ella también tiene una expresión de profundo regocijo. La belleza que les rodea es salvaje, desconocida y total. Una instantánea de un paraje imposible que se abre alrededor de los personajes en todo su poder.
Es probable que el reestreno en salas de cine de Avatar provoque un efecto parecido en el público. Los paisajes azules de Pandora, con su abundante despliegue de fauna y flora desconocida, todavía son lugares cinematográficos formidables.
Incluso para un público acostumbrado a todo tipo de efectos especiales y reinvenciones de la realidad gracias a la tecnología digital. A pesar de sus trece años de estreno, Avatar continúa siendo un hito en la historia de Hollywood.
Desde los cielos deslumbrantes de Pandora
No solamente gracias a su apartado visual — cuya precisión es aún más notoria —, sino también a su guion, de una singular espiritualidad. Convertida en un clásico de la cultura pop destinado a unir a varias generaciones de fanáticos, Avatar es una rareza. Más allá de sus virtudes como producción y producto comercial de alto calibre, es también un recorrido a través de ideas que todavía resultan novedosas.
La mayoría de ellas, de una atípica profundidad en el cine de ciencia ficción, aventura y acción. Sustentado en la conocida idea del hombre que asimila una cultura ajena como propia, el amor que Pandora despierta en Sully es todo un símbolo.
Uno que profundiza en la percepción de la naturaleza como un ente viviente capaz de contener todas las abstracciones de la trascendencia. Mucho más, que abarca una versión sobre el individuo en medio de un profundo vínculo con lo intangible.
Avatar, algo más que un regreso comercial
La que durante diez años fue la película más taquillera de la historia, tiene un indudable valor como largometraje. A la vez, es un recorrido emotivo a través de una narración que despliega interrogantes que en la actualidad son más pertinentes que nunca.
Desde el colonialismo y la ecología, hasta la conexión con lo invisible y la percepción de lo espiritual como hilo conductor. Avatar se adelantó a su tiempo y dio el primer paso hacia un tipo de obra cinematográfica con un peculiar peso alegórico.
Pandora, un mundo intocado, salvaje y deslumbrante, emergió de entre los efectos especiales para profundizar sobre la naturaleza humana. El futuro que muestra Cameron — tan similar al pesimista que exploró en Aliens — deja a la Tierra como un recuerdo doloroso.
“Puedes mirar qué han hecho con nuestro mundo y lo que quieren hacer con este”, dice Jack Sully al intentar vincularse a Eywa, la deidad guía de los Na’ vi. No es difícil imaginar el futuro distópico del que proviene la colonia de seres humanos que buscan explorar un planeta floreciente.
Una lección cinematográfica en lo visual y lo narrativo
“Es dinero, todo se resume en dinero y es dinero lo que venimos a buscar”, dice Parker Selfridge (Giovanni Ribisi), mientras intenta explicar sus intenciones en Pandora. “No importa cuanto lo disimulemos, lo que buscamos es riqueza”. Cameron, que podría haber convertido la épica ecologista de Avatar en un producto sermoneador y moralista, lo evita desde la simplicidad.
Ni los hombres ni las mujeres que miran al hostil planeta de montañas flotantes a través de cristales, ni los que se aventuran dentro de él, saben qué encontrarán. “Este es el ecosistema más feroz y más tóxico al que se enfrentarán jamás”, explica el Coronel Miles Quaritch (Stephen Lang) a una tensa multitud. “Todo lo que está allí afuera querrá matarte de una u otra forma”.
Pero, en realidad, Pandora es mucho más que su agresiva atmósfera o sus desconocidos nativos. Cameron creó una mitología aparejada a cada hecho y circunstancia que rodea a su mundo. Del mismo modo, sostiene todas las decisiones de las criaturas que le habitan. Cuando Jack Sully, asimilado por la cultura Na’vi, mata a un animal de forma compasiva, Neytiri (Zoe Saldana) le mira con respeto. “Estás listo”, dice ella en voz baja. De pronto, el planeta brutal, capaz de asesinar con una mera bocanada de aire, se convierte en un reto. También, en un paisaje multicolor y radiante de sutil ternura. En Avatar, la naturaleza es convertida en refugio y hogar.
Avatar, de nuevo en el cine como un espectáculo asombroso
Nada en Avatar es casual y a Cameron le llevó 13 años repetir la conexión portentosa entre la técnica y el tema que desea mostrar. El director lo deja claro, incluso, en este regreso a salas que tiene mucho de celebración. El reestreno incluye diez minutos de Avatar: el camino del agua, la esperada secuela de la original, y la secuencia es asombrosa por su sutileza.
No se trata de una reinvención al estilo Hollywood — un concepto más ruidoso, más grande o sofisticado —, sino la depuración de aquel del que procede. Ahora, en lugar de montañas flotantes, es el mar, de un azul extraordinario, el que se extiende en un momento mágico que la cámara sublima desde la delicadeza. La pequeña escena demuestra algo evidente.
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Cameron logró de nuevo que su película sea una alegoría que engloba muchas otras. También, una gran mirada a un mundo que se vincula a algo mayor y más puro. Sin duda, el mayor mérito de una producción que vuelve a la pantalla para asombrar a toda una nueva audiencia.