Neil Young dio un ultimátum a Spotify la semana pasada: Joe Rogan o él. El músico emitió una carta pública —ahora eliminada de su web— a través de su representante en la que criticó que la multinacional sueca permitiese que en ‘The Joe Rogan Experience’, uno de sus podcast exclusivos, se divulgasen «falsedades» sobre la COVID-19 y las vacunas que lo combaten y amenazó con retirar su música de la plataforma de streaming si ésta no moderaba ese tipo de contenido. Spotify se quedó con Rogan, y la música de Young ya no está disponible en su catálogo.
Young siempre busca fregados en los que meterse: lleva más de una década dando la murga con la, según él, «nefasta calidad» de los ficheros digitales de audio, lo terrible que es el formato MP3 en comparación al disco compacto y lo atroz que es escuchar su excelentísima obra musical a través de Spotify, que no ofrece reproducción de alta resolución. Su empresa Pono fue un fracaso, pese al bombo que se le dio en los medios de comunicación, y en 2015 retiró su catálogo musical de las plataformas de streaming alegando no necesitar que su «música se ve devaluada por la peor calidad disponible en la historia e la transmisión o cualquier otra forma de distribución». Al poco tiempo, sin hacer ruido, y esta vez y con el rabo entre las piernas, volvió a poner su catálogo en todas las plataformas.
Su berrinche es lícito ahora, aunque su trayectoria siembre cierta duda sobre sus verdaderos motivos: ¿salud pública o minuto de fama? En lo que no cabe duda alguna es en la existencia de un serio problema de desinformación que ataca el seno de las democracias occidentales. No obstante, me temo que estas maniobras mediáticas son, además de esfuerzos en vano, incluso contraproducentes o perjudiciales. No nos podemos enfocar en silenciar las consecuencias, tenemos que atacar todos, como sociedad, las causas. Y la censura no es la herramienta adecuada para ello.
Rogan no es el problema
Young se une a su manera a la petición que realizó un grupo de profesionales de la salud en una carta abierta en la que se demandaba que Spotify eliminase dos episodios de ‘The Joe Rogan Experience’ por «difundir información falsa» que «daña la confianza pública de las autoridades científicas».
En esos dos episodios a los que se hace referencia, Rogan invitó a los doctores Peter McCullough y Robert Malone, ambos famosos pos su escepticismo sobre ciertos aspectos de las vacunas. Rogan es un cómico, no es científico, ni médico, ni se vende como tal. Públicamente ha afirmado no ser un antivacunas y recomienda su administración. Aunque a través de su programa haya emitido opiniones controvertidas como que los jóvenes deportistas no necesitan ser vacunados. Es un tipo que se ha hecho famoso invitando a personalidades polémicas que dan que hablar, y que se expresan libremente en su show independientemente del tema a tratar.
Un día puede ser Elon Musk, otro día un strongman, un psicólogo o alguien crítico con las vacunas. Rogan invita a gente especial y polémica con los que tener una conversación diferente. A veces se cuelan teorías conspiranóicas, y otras tantas información valiosa y útil. No son charlas de Universidad, son conversaciones de bar con gente especial. Ése es el gancho, y le va muy bien.
Malone es un físico que ha trabajado en biología molecular y desarrollo de fármacos durante décadas y McCullogh es un investigador de patologías cardiacas. En los shows se afirmaron cosas con sentido, y otras que no. Con acierto se dijo que cualquier objeción al uso de la vacuna en determinados colectivos era tachada, sin opción a debate, de antivacunas. Algo que es pernicioso. La ciencia hay que discutirla, porque la ciencia no es una religión, y no existen muchas verdades universales e inapelables, sino más o menos evidencia. Discutir estudios científicos y refutarlos no es perjudicial, sino todo lo contrario: nos hace acercarnos más a la verdad.
Muchos de los argumentos expuestos son falsos o alarmistas. Pero que existan individuos que planteen dudas sobre el discurso oficial no es peligroso ni dañino, aunque viertan información que pueda rebatirse con estudios científicos. Ellos no son el problema. El verdadero problema es que la gente confíe más en lo que dice alguien en el podcast de Rogan o lo que lee en Facebook a lo que dice la Organización Mundial de la Salud.
Rogan ha ofrecido su opinión este lunes a través de un vídeo publicado en su cuenta de Instagram en el que admite que «puede hacerlo mejor».
Virus paralelos: el COVID y la estupidez
Todas las vacunas contra la COVID-19 autorizadas son seguras y eficaces: reducen el riesgo de caer gravemente enfermo y reducen la propagación del virus. Existe evidencia científica y empírica en condiciones reales que respaldan estas afirmaciones. Oponerse a su uso es negar lo evidente. Por lo tanto, ser antivacunas es ser estúpido. Y la estupidez encontró en Internet el mejor canal para propagarse: rápido, sencillo, gratuito y plural. Una especie de virus para el espíritu como lo es el COVID para nuestros cuerpos. La oposición al antídoto se propagó con la misma celeridad que la enfermedad.
Los tontos siempre han campado a sus anchas, y en ningún estado de derecho se les ha castigado por ello. No sería moralmente correcto hacerlo pese a lo molesto que pueda llegar a ser contemplar el desparpajo con el que exhiben su desconocimiento y cortedad de miras. Tampoco sería correcto prohibir que hablasen. Todo el mundo tiene derecho de poder hablar libremente siempre que sus palabras no inciten al odio o la discriminación de otros por cuestión de sexo, raza, orientación sexual, religión, etcétera.
El problema llega cuando las tontadas de unos ponen en riesgo la salud de todos los demás: en Estados Unidos, más del 25% de los mayores de 18 años todavía no están vacunados con la pauta completa de dos vacunas. La estupidez de Fulanito hace que Menganito no pueda ser atendido en el hospital porque Fulanito decidió no ponerse la vacuna, y ahora ocupa una cama que no hubiese necesitado de haberse vacunado.
Hay que combatir con igual entereza a ambos: el COVID y la estupidez. Ahora bien, no pequemos de pensar que los que tienen dudas son idiotas y que nosotros somos los listos. Es normal que tengan dudas, y los culpables son algunos Gobiernos, varios medios de comunicación y los algoritmos que usan Facebook y similares para aumentar la interacción. Y, por ende, los ingresos publicitarios procedentes de sus plataformas.
¿Por qué esa desconfianza?
Las estupideces se propagan no porque alguien ejerza su derecho legal de decirlas, sino por quien las escucha, cree y repite. Y eso sucede porque se ha generado una gran desconfianza en los canales oficiales. Ése es el problema, y no el de la insuficiente moderación. Es imposible moderar todo el contenido en Internet, ni Facebook puede hacerlo. Y, por otra parte, es peligroso moderar todo lo que no nos gusta porque entonces pasamos a que exista la Verdad, en mayúscula, como en la Biblia, en lugar de la verdad. Y esa Verdad, si moderásemos todo, sería la verdad que quiera imponer el gobierno o la autoridad de turno.
Ahora sería no discutir ni alarmar sobre las vacunas, pero dentro de unos años podría ser no hablar mal de un político. Idealmente, lo que se puede o no decir dentro de las redes sociales debe quedar en manos de los jueces, aunque luego cada empresa pueda aplicar las normas de contenido que éstas crean oportunas.
Pero la confianza se ha ido degradando cada vez más hasta que sus consecuencias han atacado nuestro sistema democrático y nuestro sistema de salud pública. Hemos dejado que pase delante de nuestras narices. Primero los gobiernos y segundo los medios y plataformas.
Es totalmente comprensible que la gente desconfíe de la información proveniente de los canales oficiales. En España, por poner un ejemplo, el Gobierno ha tomado medidas que directamente no están respaldadas por la evidencia científica como la obligatoriedad de la mascarilla en exteriores. La gestión de toques de quedas y restricción de la movilidad también fue discutible. Anunciar el «principio del fin de la pandemia» con la vacuna y sembrar el pánico con más del 80% de la población vacunada tras la llegada de una nueva variante tampoco ayuda. Estar hablando de la cuarta dosis cuando todavía no existe evidencia científica que respalde esta recomendación tampoco. La gente está harta, y es comprensible.
¿Cómo no va a haber gente que desconfíe en las recomendaciones sanitarias que provienen de un gobierno que etiqueta con Nutriscore? No podemos desinformar por sistema y luego quejarnos de que cuando realizamos recomendaciones con sentido no nos escuchen. Esto es como el cuento de Pedro y el lobo.
Por otro lado están los medios de comunicación. Desde la llegada de Internet y la venta de publicidad al por mayor, la prensa pasó de tener como único objetivo informar a informar pero con titulares atractivos para ganar visitas. Ya no era sólo quién sacaba la mejor exclusiva o quién tenía a su disposición las mejores firmas en sus secciones de opinión, sino quién sacaba a noticia más polémica o la información más rápido que los demás. La cobertura de la crisis sanitaria del COVID-19 ha sido muy mejorable en todo el mundo.
Spotify ha hecho lo correcto, aunque de forma cobarde
Spotify ha hecho lo que tenía que hacer. Si Rogan no ha incumplido las normas, no tiene por qué retirar su podcast por el berrinche de un artista. Porque ahora es una queja lícita, pero mañana puede ser por cualquier otra cosa, y al final nadie acaba pudiendo decir nada interesante. Además, no hay nada más atractivo para el ser humano que lo que se oculta y prohíbe. Si el Gobierno prohibiese la lectura del Quijote mañana, habría colas hoy para adquirir una copia de éste en todas las librerías de España.
Lo que sí es reprochable es que sus normas de moderación de podcast no fuesen públicas hasta este domingo. En una carta pública, el fundador de Spotify ha declarado que «Personalmente, hay muchos individuos y puntos de vista en Spotify con los que no coincido. Sabemos que tenemos un rol crucial al apoyar la libertad de expresión de los creadores de contenido a la vez que salvaguardamos la seguridad de nuestros oyentes. En ese rol, es importante para mí que no adoptemos la posición de censor sin perder de vista el cumplimiento de las normas y las consecuencias que puede tener para quien las viole».
Es un discurso similar al de la empresa de boletines por email Substack, que, a diferencia de Twitter, Google o Facebook, tiene un mantra claro de no censurar ningún tipo de contenido que no sea ilegal. Aunque también hay que ser honestos: en el caso de Spotify más que por principios, parece que es por estrategia. El podcast de Rogan es su mayor inversión en el que pretenden sea uno de sus principales negocios. Y admitir que el contenido no es bueno y que su adquisición fue un error sería perjudicial. Admitir que Young tiene razón y eliminarlo también lo sería; así que lo que hacen es lo que suelen hacer todas las plataformas: aguantar el chaparrón y esperar a que los nubarrones se vayan pronto a otra parte.
No nos quedemos con lo anecdótico; vayamos a la raíz del problema. De no atajarlo entre todos a tiempo se convertirá en un virus para nuestra sociedad del que no podremos encontrar ni vacuna ni medicamento alguno para tratar sus terribles consecuencias.