En 1911, 15 años después de su descubrimiento por parte de Henri Becquerel, la radiactividad estaba aún prácticamente en pañales. Sin embargo, George de Hevesy, un joven químico húngaro, tenía ya tenía suficientes conocimientos sobre ella como para usarla para comprobar que su casera le estaba timando.
La mujer, dueña de la pensión en la que vivía en Manchester, les aseguraba a él y al resto de clientes que la comida que ponía en el comedor era fresca. Sin embargo, la mayoría sospechaban que no era así. Para comprobarlo, George añadió algo de material radiactivo a las sobras de su cena y devolvió el plato, como de costumbre. Pocos días después, a la mujer no le quedó más remedio que reconocer avergonzada que les había estado engañando. Así transcurrió la historia.
Radiactividad en busca de timos
George de Hevesy obtuvo su título de doctor en química en la Universidad de Friburgo de Brisgovia en 1908. Desde entonces, tuvo varios empleos hasta que en 1910 decidió viajar a Inglaterra para estudiar con el físico Ernest Rutherford, quien recientemente acababa de ganar el Premio Nobel de Química por sus estudios sobre radiactividad.
Fue precisamente en esta ciudad en la que Rutherford, junto al físico alemán Hans Geiger, desarrolló un aparato para detectar las partículas alfas emitidas por sustancias radiactivas. Lo que hoy en día se conoce precisamente como contador Geiger.
Nutrido por los conocimientos de todos estos científicos, Hevesy se encontraba desarrollando sus propios trabajos sobre radiactividad, cuando puso a prueba a la dueña de su pensión. Había comprobado que la carne que les servía en las comidas solo parecía ser fresca los domingos, cuando hacía la compra. Por eso, tenía sospechas de que el resto de la semana les servía a los clientes las propias sobras que recogía de los platos y volvía a colocar al día siguiente. Ella, muy ofendida, negaba las acusaciones.
Por eso, el joven químico decidió aprovechar sus propios experimentos para comprobar si decía la verdad. Un día, tomó un poco de carne de su plato, le añadió algo de material radiactivo y la devolvió con el resto de sobras. Desde entonces, comenzó a acudir a las comidas con un electroscopio, a la espera de que estas estuviesen compuestas por carne similar a la que él devolvió. Llegado el día, colocó sobre ella el aparato, que se utiliza, entre otros fines, para medir la radiación de fondo. Y ahí estaba la señal radiactiva que mostraba que esa era la misma carne que él había dejado unos días atrás.
La mujer ya no pudo negar lo evidente y tuvo que reconocer el fraude. Lamentablemente, según cuentan en IFLScience, el químico nunca publicó su prueba. Por eso, no se puede asegurar que fuera la primera persona en realizar experimentos con etiquetas radiactivas. Lo que sí sabemos es que apenas dos años después se unió al químico Friedrich A. Paneth para desarrollar el primer experimento de trazador radiactivo en el Instituto de Investigación Radium de Viena. Gracias a este invento, se podían estudiar organismos vivos mediante la detección de trazas radiactivas. Más o menos lo mismo que había hecho para sacar los colores a su casera. ¿Quién le iba a decir entonces que experimentos como aquel terminarían valiéndole el Premio Nobel en 1943?