Algunos tenemos en muchísima estima a Titanic (James Cameron, 1997). No solo como el mejor largometraje sobre el hundimiento del célebre transatlántico, sino por sus propios méritos audiovisuales, que hicieron de él una experiencia extraordinaria y sin precedentes. La noche del 14 de abril de 1912, el barco británico chocó contra un iceberg y se fue al fondo del Atlántico Norte en la madrugada del día siguiente. Era su viaje inaugural, de Southampton a Nueva York. Y los pormenores de su historia la convierten en un drama terrible, universal y absolutamente inolvidable. En una tragedia perfecta.
Muchos de los afortunados que vimos la película del director canadiense en el cine cuando se estrenó, abandonamos la sala casi temblorosos, con la mente aún presa de espectáculo semejante. Y, en cuanto pudimos, compramos el VHS de Titanic, que hubo que sustituir más tarde por un DVD, para poder revisarla una y mil veces. El contenido extra de esta última edición incluía las veintinueve escenas eliminadas del montaje final que había decidido el propio James Cameron. Y, pese a las tres horas y cuarto que dura el oscarizado filme, no es ningún disparate decir que no debió prescindir de una de ellas por un par de razones.
Una trágica impertinencia
Los telegrafistas del Titanic, Jack Phillips (Gregory Cooke) y Harold Bride (Craig Kelly), estaban hartísimos de trabajo y el primero respondió de malas maneras a su homólogo del buque SS Californian cuando “ocupó la línea” al comunicarse con ellos. Conque se desconectaron por la impertinencia, solo diez minutos antes del choque fatal. Y, si el RMS Carpathia fue el que terminó acudiendo para rescatar a los supervivientes del naufragio desde cincuenta y ocho millas de distancia, el Californian se encontraba a veinte. El uno tardó unas cuatro horas en llegar, demasiado tarde. El otro podría haberse presentado en menos de dos.
Pero el inglés Jack Phillips no dispuso de oportunidad para sentir un excesivo remordimiento porque fue otra de las víctimas de la catástrofe: la hipotermia en las frías aguas del océano acabó con él a los veinticinco años. Y, como se mantuvo casi hasta el final en la sala de comunicaciones del Titanic, pidiendo ayuda, no se le tiene en mala consideración. Además, lo decisivo fue la imprudencia de Bruce Ismay (Jonathan Hyde), presidente de la White Star Line, azuzando al capitán Edward Smith (Bernard Hill) para ir a mayor velocidad de navegación. El escocés Harold Bride, por su parte, con veintidós años entonces, pudo vivir hasta los sesenta y seis.
Un ingrediente crucial
Lo que sí no falta en Titanic es ese momento en que avistan desde el Californian las señales luminosas de socorro y creen que están festejando. “Al ver las luces (flashes), el SS Californian podría haberse abierto paso entre los hielos que lo rodeaban, a mar abierto y sin peligro grave, y haber acudido en ayuda del Titanic. De haberlo hecho así, habría podido salvar muchas si no todas las vidas que se perdieron”, sentenció la comisión investigadora encabezada por el fiscal John Charles Bigham, Lord Mersey, jurisconsulto de la Marina Mercante. La prensa machacó al capitán Stanley Lord y fue despedido de la Leyland Line.
Da qué pensar que, si los telegrafistas del Titanic no se hubiesen comportado de esta forma poco educada, muchos de los 1.496 pasajeros fallecidos podrían haber evitado la muerte. Y la importancia de este hecho es una de las razones por las que James Cameron debió conservar esta escena, por su relevancia histórica. Pero quiso enfocarse estrictamente en el microcosmos del transatlántico. Y la otra razón obvia es que la película podría considerarse una tragedia aún mayor con ella en su montaje definitivo. Como un ingrediente crucial más de esta legendaria hecatombe, tan novelesca por sus detalles que casi resulta increíble en su verdad.