Algunas de las imágenes más impactantes de la película Post Mortem (2020), del director Péter Bergendy, son las de las escenas en que se muestra a los sobrevivientes de la gripe española de 1918 con el rostro cubierto por mascarillas. Y no lo es por evocar solo la circunstancia actual de la pandemia, sino también por exaltar el oscuro núcleo de un argumento basado en los terrores colectivos. Se trata de un golpe de efecto involuntario que brinda al filme una rara sensación de siniestra atemporalidad. Mucho más cuando el guion avanza para mostrar que la muerte —convertida en una sombra al acecho— es también un misterio latente en un pueblo acechado por la tragedia.
La propuesta de Bergendy sorprende desde sus primeras escenas: se trata de un recorrido por una colección de pequeños fragmentos de leyendas rurales europeas, supersticiones y terrores privados que sostienen un contexto poderoso acerca del miedo. El futuro de Tomás (Viktor Klem), un soldado que sobrevive en medio de condiciones extraordinarias a una muerte segura, parece vinculado de forma inexorable a la última imagen en su mente antes de caer y regresar de la oscuridad: una niña que le llama por su nombre. Se trata de una metáfora de pesadilla sin explicación pero con objetivo: más allá de la disolución física habita algo inquietante y venenoso que el argumento muestra como primer hilo hacia algo más elaborado.
Para el director, es de considerable importancia lo que se mueve al fondo de las insinuaciones del guion, construido como una densa capa de simbología profunda acerca de lo mortuorio, el origen de la incertidumbre y, sobre todo, lo inexplicable. La muerte está allí y se convive con ella, a través de ella y para el pensamiento recurrente de la finitud del hombre. La historia hace énfasis en esa percepción de la realidad, al plantear el sustrato de las sombras como una experiencia conjuntiva y sensorial.
Desde la explosión de artillería que en apariencia mata a Tomás hasta su extraño rescate de una fosa común, la noción sobre lo invisible es tan poderosa como necesaria para comprender el escenario que la película intenta componer con cuidado. Bergendy establece relaciones y paralelismos notorios con el continente arrasado por la guerra y la enfermedad y la intención de reflejar el duelo que Tomás intenta remontar y consolarse a través de las imágenes.
El recurso no puede ser más relevante en medio de una película en que la memoria lo es todo y en la que la versión de la realidad es un reflejo de la tragedia. El argumento se toma con especial interés describir el clima hostil y tóxico de la misma, con tomas amplias de paisajes devastados y, después, primeros planos que muestran con cuidado el rostro maquillado y rígido de los cadáveres a punto de ser inmortalizados en placas químicas.
El filme se hace varias preguntas sobre lo sobrenatural y no pretende responderlas todas: desde la aparición de la niña de la visión en pleno campo de batalla hasta lo que ocurre en el pueblo al que pertenece, Post Mortem es un recorrido cuidadoso por todo tipo de terrores misteriosos que Bergendy sostiene con un apartado visual de considerable poder alegórico. De la muerte en el campo de batalla, la película avanza a una circunstancia sobrenatural que abarca, no solo a los sobrevivientes, sino también a lo que, sin duda, se esconde entre las sombras del dolor y el miedo, convertido en un telón de fondo de enorme riqueza.
El director usa la luz y la oscuridad para concentrar el punto de atención del espectador con un cuidadoso recorrido visual, lo que hace que la simbología de la fotografía —tanto la que se hace a los muertos como la que se utiliza para demostrar la existencia de lo improbable— sea de enorme importancia narrativa. Se trata de un brillante golpe de efecto que hace que Post Mortem sea más que un cuento de fantasmas y se convierta en un espejo deforme en el que el espectador puede razonar de manera estructurada acerca de temas como el luto, la transición del sufrimiento y lo mortuorio.
El guion —escrito a cuatro manos por Péter Bergendy, Gábor Hellebrandt, Piros Zánkay y Piros Zánkay— es lo suficientemente hábil como para, además, tocar terrenos poco comunes en el cine de terror sobrenatural y hacerlo con enorme ingenio. Una vez que Tomás decide permanecer en el pueblo en el que vive la niña de su visiones, utiliza todos los recursos a sus alcance para descubrir o, al menos, comprender las fuerzas invisibles que acechan y aterrorizan a los cansados campesinos. La fotografía se convierte de nuevo en un recurso que une cierto aire realista con los eventos inexplicables que acaecen en la historia. Un hilo relevante que permite que, cuanto la película alcance su asombroso tercer tramo, el impacto visual y narrativo sea mucho mayor del que el espectador podría sospechar.
La banda sonora de Attila Pacsay asombra por su buen hacer: el lento score de la película introduce elementos novedosos que, a su vez, acentúan el ambiente paranoico y extravagante del filme. Como si no fuera suficiente, la selección en la paleta de colores —un perenne tono azul en contraste con una leve sombra bronce, que a la vez entra en contraposición con blancos y negros— crean un recorrido asombroso por los puntos más altos del guion. Una y otra vez, el recorrido por la vida y la muerte, la razón y lo irracional crean una versión de la realidad distorsionada e incómoda para después alcanzar su punto más alto en un final efectivo y brillante. Toda una mirada al miedo desde una perspectiva elegante y poderosa, difícil de olvidar.