Como era de esperar tratándose de un nuevo acercamiento a la ciencia ficción del británico Christopher Nolan, la película Tenet (2020) ha sacudido las entendederas de cuantos espectadores se han sentado a contemplarla en los cines abiertos del mundo. Si este director ya había estado jugueteando más o menos rigurosamente con la física cuántica en Interstellar (2014), abordando la relatividad general, la dilatación del tiempo, las singularidades y las paradojas, ha decidido repetir suerte en una historia muy entretenida pero algo complicada que uno debería ver un par de veces para comprenderla del todo.
Si uno quiere describirla con suma brevedad, la trama de Tenet cuenta los esfuerzos de un protagonista sin nombre (John David Washington), un sujeto hábil en los enredos de espionaje, que procura evitar la destrucción del mundo a la cabeza de una enigmática organización futura que, usando la inversión temporal, esconde por partes un algoritmo catastrófico que invertiría la totalidad del flujo del tiempo en una época pasada y se pone en contacto con su yo de aquellos días por medio de intermediarios misteriosos para implicarle en la lucha. Es decir, su conocimiento de la posible hecatombe es autoinducido en bucle.
Un bucle muy del gusto de Dark (Baran bo Odar y Jantje Friese, 2017-2020), en cuyo argumento también se usa la paradoja ontológica, y con fruición. Esta consiste en el hecho de que un objeto físico o información se encuentra atrapado en un caracolillo temporal de causa-efecto sin un origen discernible ni fin. Y se resuelve otra paradoja, la del abuelo que no puede ser asesinado por un nieto suyo antes de concebir a su padre porque todo pasa como siempre ha pasado, y el protagonista no puede matarse a sí mismo en Oslo, ni morir por ninguna otra causa hasta que urda el plan osado de reclutarse en el futuro ni fracasar.
Y las teorías científicas en las que Christopher Nolan decidió fijarse para escribir el guion de Tenet —bastante elaborado en sus peripecias y no en la construcción de personajes y su drama íntimo— con cimientos incluso más cautivadores también están relacionadas con el físico teórico que acuñó el puente de Einstein-Rosen, que tanto se prodiga en Dark, el estadounidense John Wheeler. Pero, antes de lo suyo, hay que referirse a la teoría de los electrones de su compatriota Richard Feynman, de la que el personaje de Neil (Robert Pattinson) le habla al protagonista tras la primera vez en el aeropuerto de Oslo.
En palabras de Hannah Shaw-Williams, “un electrón es una partícula que tiene una carga negativa, y un positrón es su contraparte de antimateria: una partícula con la misma masa que el electrón que tiene una carga positiva igual pero opuesta. Los electrones y los positrones son imágenes especulares entre sí, y tradicionalmente se entiende que son dos tipos diferentes de partículas subatómicas”. Y Feynman teorizó “que lo que percibimos como positrones son en realidad solo electrones que han alcanzado un punto en el tiempo en el que giraron y ahora están regresando en sentido contrario con su carga invertida”.
De esta manera, podría explicarse “por qué los electrones y los positrones tienen exactamente la misma masa: son el mismo objeto”. Y Wheeler tuvo la osadía de sugerir que “solo hay un electrón en todo el universo, y que todos los electrones y positrones que vemos son en realidad el mismo electrón rebotando hacia atrás y hacia adelante infinitamente a través de espacio-tiempo”. Así que, con estas nociones en la cabeza, podemos comprender que los objetos y las personas que han sido temporalmente invertidas, y se mueven hacia atrás en un entorno que funciona en dirección contraria, son como positrones en un mundo de electrones.
Pero hay alguien que fue más allá de Feynman y Wheeler y le ofreció a Christopher Nolan el elemento que requería para mostrar la inversión en Tenet. Como cuenta Andrea Suatoni, el matemático y filósofo de la ciencia Hilary Putnam, también oriundo de Estados Unidos, “teorizó la posibilidad de viajar en el tiempo en presencia de una cápsula (según él inalcanzable, descrita solo en función de su modelo) que actuaba como un «inversor de causalidad». Al entrar en la cápsula, habría sido posible revertir la causalidad de uno” y “la dirección del tiempo con respecto a todo lo que hubiera quedado fuera de la cápsula”.
Las extrañas cabinas en las que se introducen los personajes de Tenet para invertirse, los llamados torniquetes que se diseñaron en algún momento del futuro, representan tales cápsulas. Y, si lo que exponen Feynman, Wheeler y Putnam son fenómenos de retrocausalidad, otro de ellos es la inversión entrópica. Según Suatoni, “una desviación de la segunda ley de la termodinámica, que establece en uno de sus corolarios que la entropía, o desorden, de un sistema sometido a ciertos procesos nunca, en ningún caso, puede disminuir, sino solo aumentar o al menos permanecer igual”.
Esta ley básica, cuya formulación primitiva se la debemos al físico francés Sadi Carnot, supone que el líquido resultante de echar un hielo en agua caliente tenga una temperatura equilibrada entre las de los dos elementos. De modo que, a consecuencia de la inversión entrópica producida por los torniquetes, “la transferencia de calor del fuego y el hielo” también se trastoca, dice Shaw-Williams, por lo que al personaje principal, cuyo vehículo volcado en una carretera de Oslo explota en llamas gracias al peligrosísimo Andrei Sator (Kenneth Branagh), le hace sufrir “hipotermia en lugar de quemaduras”.
Por último, los físicos se refieren a la aniquilación, una reacción previsible “en la que una partícula (como un electrón) choca con su antipartícula (un positrón)”, ambas desaparecen en el acto y se libera una cantidad de energía. Así, alguien invertido “que interactúa con su yo pasado” podría causar que las dos versiones de sí mismo “sean aniquiladas”. Y, como el algoritmo dichoso invierte la entropía mundial, cada partícula sería transformada en su opuesta en retroceso, todas chocarían masivamente… y aniquilación absoluta. Porque, no solo el mundo dejaría de existir, sino que nunca habría existido en primer lugar.