Hemos leído u oído hablar muchísimas veces de la cara oculta de la Luna en cualquier medio informativo que se ocupe del único satélite natural de nuestro planeta. También en el cine sobre aventuras espaciales y de ciencia ficción. Por ejemplo, en First Man (Damien Chazelle, 2018), el mejor drama del género basado en acontecimientos reales más allá de la atmósfera de nuestro mundo azul. Y, si uno se detiene a pensar en este dato, en el hecho de que hay una cara de la Luna que los habitantes de la Tierra no podemos ver jamás desde aquí, deduce que, entonces, siempre contemplamos la misma zona de este objeto astronómico.

Es perfectamente razonable extrañarse por ello. Y, si uno quiere que algún entendido le explique la razón de que sea así, nadie con la elocuencia del novelista y divulgador científico ruso-estadounidense Isaac Asimov (1920-1992) para despejarnos la duda. En Cien preguntas básicas sobre la ciencia (1973), el libro en el que recopiló ese número de sus publicaciones para la revista Science Digest desde 1965, respondió a uno de los lectores acerca de esta cuestión. Como antes lo había hecho con suma claridad sobre quién consideraba que era el científico más importante de la historia, entre otros asuntos de parecida enjundia.

La contestación rápida y fácil es que la Luna emplea un tiempo idéntico para girar sobre sí misma al que tarda en darle una vuelta a nuestro mundo, algo más de veintisiete días: 27,3. Es decir, sus movimientos de rotación y traslación están sincronizados. Pero exponer cómo y por qué razones ocurre esto resulta un poco más difícil, así que nos viene de perlas la labia del gran Isaac Asimov. “La atracción gravitatoria de la Luna sobre la Tierra hace subir el nivel del océano a ambos lados de nuestro planeta y crea así dos abultamientos”, dejó escrito para la correspondiente sección de Science Digest.

“A medida que la Tierra gira de oeste a este, estos dos bultos —de los cuales uno mira siempre hacia la Luna y el otro en dirección contraria— se desplazan de este a oeste alrededor de la Tierra”, continúa su artículo. “Al efectuar este desplazamiento, los dos bultos rozan contra el fondo de los mares poco profundos como el de Bering [entre Alaska y Siberia] o el de Irlanda”. Y tal rozamiento “convierte energía de rotación en calor”, y este consumo hace que este movimiento de la Tierra sobre su eje disminuya. Y la consecuencia lógica es que los días se alarguen: veintitrés milisegundos cada mil años, en concreto.

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Pero tal cosa no le sucede solo a los mares, sino que “la corteza sólida de la Tierra también acusa el efecto, aunque en medida menos notable” y, por lo tanto, hay “dos pequeños abultamientos rocosos” con la misma posición opuesta en relación a la Luna, pero sin moverse alrededor del globo sino que remiten en un lugar y se forma en otro distinto. Y su rozamiento “va minando también la energía de rotación terrestre”. Y a la Luna le pasa lo mismito con la atracción gravitatoria de nuestro mundo. “Pero no hay que olvidar que esta es ochenta veces más grande que la de la Luna”, y su abultamiento en el satélite natural, mucho mayor.

Dicho cuerpo celeste tiene una masa bastante más reducida que la de la Tierra, “su energía total de rotación sería ya de entrada, para períodos de rotación iguales, mucho menor” y lleva millones de años siendo socavada por “los grandes bultos” que le provoca la Tierra. De modo que, en algún momento, “debió de decelerarse hasta el punto de que el día lunar se igualó con el mes lunar”. Y, “de ahí en adelante, la Luna siempre mostraría la misma cara hacia la Tierra”. Este fenómeno es el acoplamiento gravitacional. No obstante, unos pequeños movimientos oscilatorios del satélite, la libración, nos deja vislumbrar en ocasiones su otra cara.

La Luna en rotación y traslación y sin rotación

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