Al final del primer episodio de **The Mandalorian, la serie elaborada por el neoyorkino Jon Favreau* (El Libro de la Selva) *para Disney Plus según la querida mitología de Star Wars*, nuestro adusto cazarrecompensas encarnado por Pedro Pascal (Juego de tronos*) se encontró con el objetivo que le había encomendado el cliente (Werner Herzog), nada menos que Baby Yoda, probablemente, el ser vivo más adorable de esta galaxia muy, muy lejana, con unos escasos cincuenta años de edad. Y en el capítulo dos, que se titula “The Child”, los volvemos a ver a ambos juntos.
Puede que a los espectadores les resulte un poco desconcertante que los episodios de The Mandalorian presenten duraciones distintas; la mitad, menos de cuarenta minutos, y este segundo, solamente media hora, cuando lo normal es que los de las series de Estados Unidos sumen unos cuarenta y dos minutos los más cortos, los más habituales, y casi una hora los más largos. Pero, en rigor y pese a que parezca bastante razonable proponer un tiempo estimado de duración, la de una historia por capítulos o en largometraje solo debería determinarla lo que esta exija para ser contada de una forma decente.
Los buenos narradores audiovisuales —o los de la literatura respecto al número de páginas de sus libros— lo entienden así, por respeto al público con la deferencia de sentarse a ver las obras que nos proponen, por las mismas obras y por la dignidad del oficio de cineasta. Suponemos que el nigeriano-estadounidense **Rick Famuyiwa, tanto como Favreau de guionista, también lo entenderá; y por eso lo demuestra en “The Child”*, un último espaldarazo en Hollywood para el director tras películas insustanciales como Colegas (1999), Brown Sugar (2002) y La boda de mi familia (2010) y otras mejores como Dope (2015) y Confirmation* (2016), esta última para la HBO.
El comienzo del capítulo nos llena de cierta irrealidad o incluso nos hace temer que lo que estamos viendo es un flashforward: el cazarrecompensas atraviesa una rocosa garganta con Baby Yoda en su vehículo ovalado y flotante y una total normalidad, como si pasearan a menudo los dos y el humano no hubiese irrumpido a la fuerza junto con IG-11, el droide que habla con voz del director Taika Waititi (Lo que hacemos en las sombras) al que había traicionado, en la guarida de unos hostiles niktos para llegar hasta el pequeño extraterrestre orejudo. Pero no es así, y la ruta y su silencio atento desembocan en una celada que no pilla desprevenido al mandaloriano.
Y es que el bebé parece muy afable, y en el tercio del episodio sin diálogo alguno, cosa muy agradecida por el puro cine con imágenes en movimiento solamente para salir de lo rutinario, la criatura se limita a quedarse con él sin rechistar ni interferir en sus dos espectáculos de lucha y, en una ocasión, intenta ayudarle con algún poder curativo que tiene sin que el cazarrecompensas comprenda lo que había estado a punto de hacer. El caso es que las dos escenas de acción, con completo sentido y en menos de diez minutos, son muy útiles para que veamos cómo se puede aprovechar bien un metraje más breve de lo usual.
Pero este capítulo entraña dos objetivos principales y uno secundario. Aunque debemos decir que la historia no avanza, lo que nos muestran sirve para dejar bien sentado que nuestro protagonista es muy habilidoso, temible para sus enemigos, pero en modo alguno goza del don de la infalibilidad. No se trata en absoluto de un guerrero invencible, entonces, y hasta unos puñeteros jawas —a los que proporcionan un papel mayor que en las películas— pueden ganarle en las circunstancias oportunas para ello. Y, con su intervención, el mandaloriano contempla lo poderoso que es Baby Yoda e intuye la razón de su importancia.