Debemos admitir que no en muchas ocasiones estamos de verdadera enhorabuena con las ficciones en la televisión de España. Ha costado años que nuestros creadores de la pantalla pequeña se percaten de lo que suponía la edad de oro de su medio en Estados Unidos, con las series distribuyéndose por todo el mundo: el traslado de la perspectiva cinematográfica de las películas de cualquier género que se estrenan en las salas comerciales a las obras televisivas. De ahí ha salido, por ejemplo, La casa de papel (Álex Pina, desde 2017) o el thriller fenomenal que nos ocupa: Caronte (Verónica Fernández, desde 2020).

Y lo cierto es que tampoco teníamos por qué esperar nada de excesivo interés según lo que nos ha ofrecido antes su creadora, guionista de series como A las once en casa (José Pavón y Eva Lesmes, 1998-1999), El comisario (Ignacio del Moral y Joan Barbero, 1999-2009), Raquel busca su sitio (Ignasi Rubio, 2000), Hospital Central (2000-2012), Cuéntame cómo pasó (Miguel Ángel Bernardeau, desde 2001), Los Serrano (Pina y Daniel Écija, 2002-2008), Cita a ciegas (Carolina Aguirre, 2014), Seis hermanas (María Alarcón, 2015-2017) o Velvet Colección (Gema R. Neira y Ramón Campos, 2017-2019).

Su experiencia como tal, no obstante, le ha permitido ponerse al mando de ficciones como El síndrome de Ulises (2007-2008), Cazadores de hombres (2008), El porvenir es largo (2009) y Hache (2019), esta última para Netflix. Pero con ninguna de ellas ha alcanzado las estimables cotas de Caronte, una serie que es hija de su tiempo, y aborda cuestiones que preocupan a la sociedad: los inmigrantes indefensos, la violencia contra las mujeres, la especulación inmobiliaria, el derecho a una muerte digna o el acoso laboral, pero en ninguna de sus aproximaciones se exhibe como un vergonzoso panfleto.

caronte primera temporada crítica
Mediaset, Amazon

Su narración es dual: combina los casos episódicos con la trama subterránea que obsesiona de veras a su personaje protagonista porque se refiere a su propio caso, y que sale de pronto y a menudo a la superficie. Y apuesta por las resoluciones espectaculares, subiendo la tensión en el último tramo de los capítulos, sin olvidar mostrarse muy conmovedora y atreviéndose a huir de los tópicos, incluyendo los personajes unidimensionales, sin ambigüedades problemáticas ni recovecos oscuros, que no caben aquí. Si bien esto no afecta a la auténtica complejidad social en la que podrían sumergirse y no lo hacen.

Se trata, sobre todo, de una serie televisiva con una clara vocación de ofrecer un drama digno de esta edad de oro en la pequeña pantalla, con un aparato audiovisual efectivo, pero es algo que consigue a medias. Sufre el inconveniente más habitual de las producciones españolas, o sea, aquello en lo que las estadounidenses y las británicas brillan: esa naturalidad en las interpretaciones que las hace por completo creíbles, nada impostadas, aspecto en el que esta ficción se resiente un pelín; tampoco mucho. Pero los embrollos en los que nos va metiendo y la intensidad con la que los afronta nos gana sin remisión y nos olvidamos de ello.

A pesar de la longitud de los trece capítulos, unos setenta minutos, el espectador ve una secuencia tras otra con curiosidad imperturbable, imbuido en el misterio que se va desarrollando. Y, si en los dramas procedimentales de la televisión estadounidense hay muchas vueltas hasta que se descubre la verdad o quiénes son los autores de los crímenes investigados en los casos episódicos, aquí no se producen demasiados giros, en parte porque la trama principal ocupa bastante guion y, por otro lado, porque se cuida lo suyo el progreso de las relaciones personales de cualquier tipo que mantiene el sufrido abogado Samuel Caronte.

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Mediaset, Amazon

Ya tuvo oportunidad de decírnoslo Roberto Álamo (Que Dios nos perdone), el cual encarna a este personaje con muchos matices, verosimilitud y una sensibilidad rica, cuando le presentó la serie a la prensa: “Le da una extrema importancia a lo humano”. Y tal es la razón de que resulte tan emotiva las más de las veces, pues Verónica Fernández y su equipo de guionistas —en especial, Antonio Hernández Centeno, Natxo López y Mikel Barón— le procuran las circunstancias que para ello se requieren, y las construyen sin artificios y las escriben sin diálogos rimbombantes, con palabras que toda persona normal podría decir sin esfuerzo.

Los colegas de Álamo le proporcionan una buena réplica, desde Miriam Giovanelli (Todas las canciones hablan de mí) como Marta Pelayo, Raúl Tejón (El caso) en la piel de Aurelio, Álex Villazán (Como la espuma) de Guille, Marta Larralde (Fariña) interpretando a Natalia, Belén López (El crack cero) como Julia, Andrea Trepat (Gran Hotel) en los zapatos de Irina, Itziar Atienza (Plan de fuga) como Paula, Sofía Oria (Blancanieves) encarnando a Irene o Luis Rallo (Verónica) como Ignacio. No nos podemos quejar ni lo más mínimo de la labor de estos actores, desde los maduros hasta los jovenzuelos.

Pero el lujo mayor proviene de contar con Carlos Hipólito (Vis a vis) para el comisario Paniagua y con Julieta Serrano (Arde Madrid) para la madre de Samuel Caronte. Dos guindas en este sabroso pastel televisivo cocinado en España, que nos deja patidifusos con cierres como los de los episodios “El infierno” (1x03), “Un lugar feliz” (1x06), “Supergirl” (1x08) o “Salgorint” (1x12), y que prorrumpe en la enérgica y memorable traca final de “Déjà vu” (1x13). Por todo ello queremos de veras que Mediaset y Amazon aprueben una segunda temporada. La devoraríamos igual que la primera.