Todo régimen totalitario pretende aniquilar la personalidad. Lo hace a través de la violencia o el miedo. Pero, sobre todo, con ese recurso retorcido directo de la ideologización. La película JoJo Rabbit, de Taika Waititi, reflexiona sobre la raíz del método de cercenar la personalidad y el pensamiento libre. También muestra su regreso: la esperanza limpia y directa, franca y firme que evade cualquier explicación simple. El film del director neozelandés abarca la noción sobre la libertad personal como la última forma de rebeldía y asume el peso de evocar con inteligencia y un enorme poder discursivo, el origen de toda la bondad: la necesidad de hacer lo mejor que podemos de la manera que podemos contra el poder que esgrime su puño de hierro.

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Pero más allá de eso, Jojo Rabbit logra con éxito profundizar sobre la forma en que se concibe la libertad personal, incluso en circunstancias en que se encuentra cercenada, disminuida y controlada.

Para Waititi —obsesionado con el humor satírico pero también, levemente emocional—, la película es el vehículo perfecto para meditar sobre la forma en que los ideales sobreviven a la amenaza, los prejuicios y sobre todo, el odio como una forma de dominio colectivo. Con el nazismo como telón de fondo, la película es una combinación es una cuidada mirada sobre los dolores del racismo y la estigmatización del otro, instrumentos que todo régimen totalitario utiliza como una forma de someter la voluntad del ciudadano pero todo, de perpetuarse a través del tiempo.

Pero de la misma forma en que hace casi cincuenta años Charles Chaplin se burló de Hitler al mostrarle como un megalomaniaco irremediable al borde de la locura, Waitiki convierte el discurso de la ideologización en el personaje menos pensado: un amigo imaginario. Una decisión que crea un diálogo efectivo, durísimo y de enorme belleza argumental entre la obligación moral que todo régimen utiliza como medio de difusión y la independencia moral de quien se ve sometido a la tiranía.

Waititi asume el mundo desde la perspectiva de un niño aterrorizado: Johannes “Jojo” Betzler (Roman Griffin Davis), que es parte de un país que se sostiene sobre la aclamación frenética de un líder autoritario y carismático. Pero para Jojo, el Hitler imaginario también es el símbolo que necesita para llevar a cabo un acto de valor que le supera en ambición, y que al final es una forma de metaforizar lo moral como un acto de supremo poder espiritual. Jojo cuestiona lo que se le ha enseñado, la incesante repetición de los prejuicios con que fue educado y al final se confronta a sí mismo, de pie frente a un Hitler que le extiende la esvástica y le exige llevarla en el brazo.

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Para bien o para mal, la figura del líder cuyo nombre se repite como una invocación, es para el niño una fuente de seguridad, un forma de sostenerse sobre el miedo. Pero al final, también es el enemigo que debe afrontar. Jojo retrocede, se resiste y es entonces, que todo el cuidadoso discurso del guion de Waititi toma verdadero sentido: cuando el niño finalmente se libera del líder en que creyó, confió y al final, comprendió en toda su trágica crueldad, el fantasma de la ideologización se conjura y desaparece, dejándole en libertad.

Un retorcido y misterioso enemigo

Al principio, el Hitler que Johannes evoca (también interpretado por el director) es una figura benigna que intenta traducir el mal y el peligro del mundo exterior de una manera sencilla, pero con el peso inquietante de lo que se esconde detrás de sus sonrisas y piruetas.

De una otra u otra manera, es también la conexión del mundo de las ideas con la percepción sobre una realidad brutal que el argumento de Jojo Rabbit, combina con la noción de una amenaza invisible que presiona sobre el mundo de Johannes con siniestra firmeza. La conciencia del niño condiciona la brutalidad del régimen nazi, pero en ninguna forma lo suaviza: se trata de un curioso recorrido por lo doméstico de un régimen basado en el control, que incluso ejerce influencia en los más pequeños detalles de la vida privada.

La madre Johannes —interpretada por Scarlett Johansson— es quizás el reflejo del mundo más allá de las puertas cerradas del hogar, un testigo silencioso del aislamiento y también de la violencia quienes se encuentran bajo el yugo del nazismo deben soportar. Para el niño, tanto su madre como la figura de Hitler son igualmente benévolas, una forma de entablar comunicación con una circunstancia que le supera y que se torna por momentos, más peligrosa.

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Pero la película no es del todo inofensiva: aunque Waititi juega durante buena parte del metraje con cierto aire idílico e incluso, cierta tosquedad infantil, hay una notoria intención de llevar adelante un debate durísimo sobre la angustia existencial con la que debe lidiar Johannes en medio de las tentaciones de la crueldad. Desde el hecho que madre sea un ejemplo de la resistencia a la seducción del nacionalsocialismo hasta sus propios cuestionamientos, Johannes se debate entre la posibilidad de obedecer y de resistirse y en medio de ambas cosas, la figura del amigo imaginario elabora una concepción sobre la identidad que sorprende por su solidez. Es entonces cuando la figura del Hitler imaginario es más singular que nunca, más relacionada con la concepción utópica de lo espiritual y algo más escabroso.

Mientras Hitler mira con dureza desde carteles y en los discursos que los adeptos al régimen repiten sin cesar, Johannes logra vencer la posible aniquilación de su personalidad justo a través de la figura que representa la presión cultural con la que debe lidiar, una extrañísima paradoja que el argumento reflexiona con inteligencia y una considerable habilidad.

¿Pontifica Jojo Rabbit sobre una postura política? Sería muy sencillo decir que la película es un alegato elemental contra los horrores del racismo, el prejuicio y el totalitarismo, pero en realidad es algo más elaborado e intuitivo.

La película evita caer en la noción empalagosa de la salvación espiritual y está más interesada en demostrar la forma como la resistencia moral contra la tentación del odio, a menudo tiene una directa relación con nuestra capacidad para racionalizar sus alcances, dolores e implicaciones. Y aunque por supuesto, hay una nota inevitable de sermón moral, Waititi cuida que el tono de la película esté más interesado en elaborar una idea compleja sobre el miedo y como vencerlo, además de la concepción de las bondad como una herramienta para comprender los espacios espirituales y morales colectivos.

Sin intentar ser un discurso elocuente en contra el odio, Jojo Rabbit resulta efectiva desde su aparente simplicidad y sobre todo, por el hecho de crear una versión de la resistencia moral a la violencia basada en lo fundamentalmente bueno de la naturaleza humana. Quizás, su mayor acierto.