Tal vez no haya otro cineasta al que se le podría haber ocurrido escribir un guion semejante al de Jojo Rabbit (2019), y luego atreverse a buscar financiación para rodarlo con una confianza y una energía tan insolentes como el neozelandés Taika Waititi. Es compatriota del ahora más domesticado Peter Jackson, con el que comparte su predilección por cierto tipo de idas de olla paródicas —aunque casi nunca tétricas— como la célebre Braindead (1992), excesiva y desagradable en grado sumo, o la intensa y muy superior Agárrame esos fantasmas (1996). Su excentricidad, que conduce al pasmo más que a la carcajada —o, como mucho, a la risa tonta—, y sus propuestas fuera de lo normal para lo que es Hollywood y hasta delirantes en ocasiones le preceden en su aún no muy extensa filmografía.

Así elaboró la fútil, arbitraria e injustificable Eagle vs Shark (2007), la decente pero disminuida comedia dramática Boy (2010), el falso documental Lo que hacemos en las sombras (2014), codirigido con Jemaine Clement y que nos empuja a llorar de la risa y sigue alzándose como lo mejor de Waititi; también A la caza de los ñumanos (2016), que se asemeja en cierta forma al estilo narrativo de la inspirada Moonrise Kingdom (Wes Anderson 2012), igual que Jojo Rabbit posee una estética cercana a la muy reconocible del realizador texano; y Thor: Ragnarok (2017), la cual le proporcionó el impulso que necesitaba a las aventuras que protagoniza el hijo de Odín: el impagable impulso de la hilaridad pop, mucho más desatado que en su nueva película por motivos razonables.

crítica jojo rabbit
Fox

Para Jojo Rabbit ha tenido las narices de reconceptualizar en tono de jubilosa sorna la fama de una de las bestias negras del siglo pasado, Adolf Hitler, y del nazismo —con bastante brocha gorda pero siempre certera—, un riesgo admirable en tiempos de los ofendiditos que no ven más allá precisamente de sus propias narices ni da la sensación de que estén dispuestos a esforzarse y comprender la complejidad de un discurso cinematográfico, habiéndola. Y, por si esta chispa fuese poco para un filme sobre un asunto tan sobado a estas alturas, los giros de la sátira descabellada son del todo inesperados por las ocurrencias de Waititi, con momentos que apuntan a maravillas descacharrantes como El gran dictador (Charles Chaplin, 1940) o Ser o no ser (Ernst Lubitsch, 1942).

No obstante, hay algún sobresalto de especial relevancia al que le falta fuerza y el espectador no acusa el golpe como debería: nos sorprende pero no nos conmociona. Tal vez porque el director no ha sabido utilizar los medios disponibles para encauzarlo bien, los de un autor de comedias capaz de helarnos la sangre si se lo propone, como Roberto Benigni en La vida es bella (1997). Y esto resulta paradójico al comprobar que, más adelante, sí se luce como podría haberse lucido en dicho sobresalto. De cualquier modo, la variada planificación audiovisual, cámara lenta incluida, y el montaje de Tom Eagles son tan dinámicos como requiere una obra así para resultar eficaz en su planteamiento cómico y su evolución dramática, hasta con imprevistos recursos de película de terror.

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El protagonismo absoluto es de Roman Griffin Davis como Jojo Betzler, un gran acierto de casting pese a su falta de experiencia porque está impecable; igual que el pequeño Archie Yates como Yorki. A Scarlett Johansson (Match Point) se la ve pletórica interpretando a Rosie Betzler; como a Thomasin McKenzie (El hobbit: La batalla de los cinco ejércitos), Sam Rockwell (El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford), Rebel Wilson (Dolor y dinero), Alfie Allen (Juego de tronos) y Stephen Merchant (Logan) no se les puede poner un pero cuando encarnan a Elsa Korr, al Capitán Klenzendorf, Fräulein Rahm, Finkel y el Capitán Deertz. Y preparaos para conocer al Adolf Hitler de Taika Waititi, que se gana su puesto como una de las más particulares de la historia del cine.

La banda sonora compuesta por Michael Giacchino, cuyo logro indiscutible es su partitura para esa gloriosa serie televisiva que fue Lost (J. J. Abrams, Damon Lindelof, Jeffrey Lieber y Carlton Cuse, 2004-2010), bascula entre lo imperceptible de la mayoría del metraje y la obviedad de los coros, en uno de sus trabajos menos dignos de recuerdo; eficiente pero mediocre. Lo que abona un resultado general agridulce ya que, si bien Jojo Rabbit se disfruta el tiempo que uno permanece ante la pantalla, su alcance satírico es limitado y verdaderamente inofensivo para espectadores no obtusos, se resiste a llegarnos muy hondo en su aparato dramático y no arranca risas demasiado estentóreas. Una agradable propuesta del cineasta neozelandés sobre el monstruoso régimen nazi.