Después de una larga espera, la llamada segunda trilogía de Star Wars —historia de origen del villano más emblemático de la saga— llegó para cerrar el siglo contando nuevas historias. Para entonces, habían transcurrido casi cuarenta años de las películas originales y para los fans se trató de todo un acontecimiento: las grandes preguntas sobre Darth Vader tendrían respuestas apropiadas y, además, el universo original regresaría de la mano de George Lucas; lo que prometía sin duda un recorrido por una de las mitologías modernas más famosas del cine.

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Pero el experimento resultó en poco menos que una decepción colectiva. El film Star Wars: Episodio I — La Amenaza Fantasma(1999), escrito y dirigido por Lucas se convirtió en motivo de discusión y, sin duda, insatisfacción para los fanáticos que habían aguardado casi por dos décadas, el regreso al universo creado por Lucas en las ya legendarias películas de la década de los setenta.

Pero a diferencia de sus predecesoras —adultas, profundas e incluso dramáticas— la historia de Anakin comenzó con un golpe de efecto que no solo dividió las opiniones, sino que además cometió lo que se considera el peor error del director y guionista: tratar de explicar los mitos que había creado a través de ideas más o menos sencillas.

Para bien o mal, el hecho que la Fuerza —ese misterioso vínculo de unión entre el pasado y el presente de los diferentes hilos narrativos de Star Wars— fuera definida a través de un fenómeno científico y cuantificable — los llamados midiclorianos — despojó a la saga de uno de sus principales atributos: el poder del enigma.

A partir de ese punto, el debate sobre la forma en que el realizador reflexionó sobre sus criaturas e historias tuvo mucho de una pérdida de la capacidad para sorprender, pero sobre todo un recorrido más o menos torpe a través de planteamientos que las primera trilogía planteó de manera intuitiva y brillante. ¿Por qué los Jedi se convirtieron en enemigos del Imperio? ¿Qué provocó su caída? ¿Cómo se desplomó La República?

A pesar del intento de Lucas de crear un mundo variado, llamativo y pintoresco para envolver un conjunto de intrigas palaciegas, tanto Star Wars: Episodio I — La Amaneza Fantasma como Star Wars: Episodio II — El Ataque de los Clones*(George Lucas — 2002), tropezaron con la dificultad de manejar una gran cantidad de información sobre el mito fundacional de Star Wars sin saber muy bien hacia dónde dirigir la narración o incluso, resultando por completo prescindibles. Mientras Anakin Skywalker (interpretado por los debutantes Jake Lloyd y Hayden Christensen) carecía de la profundidad para sostener una historia de semejante complejidad y Padme Amidala (Natalie Portman) era un reflejo frío, distante y torpe de lo que había sido Leia Organa (con quién inevitablemente se le comparó). Lucas intentó lidiar con el hecho que sus películas debían atravesar la torpeza del guion en mitad de una batería de efectos especiales que convirtieron a las dos primeras entregas en una vacía maravilla visual.

De pronto, el mundo en que se movían sus personajes —y que siempre había resultado intrigante, fastuoso y atractivo— era una mera excusa para atravesar una narración sin demasiados alicientes que terminó por desplomarse en las escenas finales de Star Wars: Episodio II — El Ataque de los Clones, que debía abrir la puerta al capítulo final del recorrido de Anakin y su definitiva caída en la oscuridad.

En lugar de eso mostró a un muchacho enamorado, torpe y temperamental, que vivía un romance con una mujer cuyo papel en la historia de su planeta le había sobrepasado. Para bien o para mal, el matrimonio secreto entre los personajes, dejaba claro que la tercera película profundizaría el vínculo entre ambos y sus consecuencias en el futuro de la Galaxia. ¿Podría resultar suficiente para hablar sobre el destino de uno de los villanos más icónicos del cine?

La tenebrosa caída en el miedo

Star Wars: Episodio III — La Venganza de los Sith(George Lucas — 2005) se enfrentó al reto de enmendar los problemas de las películas anteriores en escasos 140 minutos y lo logró. Al menos, su ejecución fue lo suficientemente elegante como para convertirse en una película con identidad propia y más allá de eso, lograr que el foco de interés se centrara ya no en los conceptos estrafalarios sobre La Fuerza, batallas entre enemigos brillantes como Darth Maul (Ray Park)y el Conde Dooku (Christopher Lee) y sí, en Anakin como piedra angular de la lenta transformación del caballero Jedi más poderoso en una amenaza intergalactica.

A diferencia de las anteriores películas, Lucas parecía más consciente de la posibilidad de dotar a Anakin de los defectos y la sustancia de un héroe trágico y lo hizo, volviendo a sus orígenes y sobre todo, a lo que mejor sabía hacer: mezclar a la cultura pop con mitología.

En primer lugar, Star Wars: Episopio III — La Vengaza de los Sith* es una historia sobre la arrogancia, que la emparenta con mitos como el de Prometeo, Lucifer y otros tantos en que la criatura —o en este caso el hombre— más dotado por sus habilidades y capacidades, termina dejándose vencer por la soberbia.

El mal no es el ataque de caballeros Sith con armas asombrosas, sino la Fuerza — y el poder en toda su plenitud — que es parte de la personalidad de Anakin y que en las dos películas anteriores, se mostró como un accidente narrativo sin demasiada relevancia. Pero en esta oportunidad, Anakin está consciente de sus habilidades y además, de las posibilidades que eso le ofrece.

Una tentación que el Canciller Supremo Palpatine (interpretado por el actor Ian McDiarmid) moldea con inteligencia y sobre todo, una veterana intuición sobre los orígenes del mal. Mientras el concejo Jedi intenta controlar a Anakin desde la humildad, Palpatine encuentra la grieta en su carácter y logra crear un vínculo emocional que en la película, funciona como sostén del resto del argumento: el temor de Anakin por perder a Padme Amidala, embarazada y frágil en su soledad de esposa secreta pero sobre todo, parte de una República agonizante y a punto de colapsar.

El guion de la película, además, finalmente plantea a la idea de Anakin adulto que se enfrenta y por razones más allá de a la desobediencia a su mentor Obi Wan (Ewan McGregor) y lo hace desde la perspectiva fundamental de la incapacidad del Jedi de mayor edad, por comprender el tránsito emocional de su pupilo.

De nuevo, Lucas recurre a la mitología —esta vez con la historia de Dedalo e Icaro— para analizar la tensión, el dolor y al final la traición entre dos personajes que hasta entonces, habían actuado juntos en una complicidad amable, sensible e incluso, profundamente cariñosa. Pero Anakin —aislado por la conciencia de sus capacidades y sobre todo, el miedo a la pérdida— se convierte en un personaje clave para comprender el verdadero conflicto del guión: la caída de la orden Jedi y más allá, la forma en que el naciente Imperio comprendió su debilidad para llevarle al desastre.

Los Jedi, esos personajes semi mitológicos, a medio camino entre las figuras extraordinarias de un pasado glorioso y actores políticos por necesidad se desploman en medio de una jugada de poder que Lucas toma directamente de la historia: de la misma manera que los Caballeros Templarios, los Jedi son asesinados a mansalva y con una única orden que arrasa con los poderosos personajes a lo largo y ancho de la Galaxia.

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Y es entonces cuando Lucas redime no solo los errores de las anteriores películas, sino también crea las condiciones para las futuras. Los Jedi son destruidos pero su dignidad y su sentido de la justicia les sobrevive, lo que les convierte en mártires y con toda seguridad, símbolos de la futura resistencia de la tiranía que en palabras de Amidala “nace entre aplausos”.

Brillante por momentos, oscura, formidable en su uso del simbolismo pero también en su capacidad para dotar de sustancia al resto de las películas a la que les une un hilo conductor emocional, Star Wars: Episodio III — La Venganza de los Sith cambia el juego de la segunda trilogía y lo lleva al plano al que siempre debió estar: la batalla entre Anakin y Obi Wan, su caída final, las lágrimas del maestro y el odio violento malsano de Anakin que alimenta la Fuerza en su interior convierten a la película en una mirada hacia el centro de la mitología creada por Lucas y su lado más amargo, más duro y más humano.

Anakin muere aterrorizado, entre dolores, pero también, entre la posibilidad de la venganza, lo que hace que su renacimiento sea quizás, incluso más apoteósico y temible. Llevando ya la armadura que le mantendrá con vida, Darth Vader pregunta por Amidala y es la voz de James Earl Jones, pronunciando el nombre de la esposa muerta, la que une a la película con su legado, con su versión del futuro y lo que es aún más importante, el recorrido que le trajo hasta el capítulo final de los Skywalker.

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La película termina donde comienza todo este recorrido por una historia que cautivó generaciones: con la imagen de tío Owen y tía Beru, que miran los soles gemelos del planeta desierto, con el pequeño Luke entre los brazos. Al final, el largo recorrido hacia la oscuridad, resultó también la puerta abierta hacia una nueva esperanza y al despertar futuro de La fuerza, una proeza argumental que quizás valga la pena celebrar a semana del estreno del último capítulo de la saga que maravilló — y seguirá haciéndolo sin duda — a generaciones enteras. Una pieza en un mecanismo delicado y bien construido para contar una historia muy vieja y querida. Misión cumplida, querido George Lucas.

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