"¿Qué está pasando aquí?" Esta es la pregunta que más veces te harás si decides echarle un vistazo a The Politician, la última serie de Ryan Murphy. El creador de American Horror Story, Glee y Pose, entre otras, ha estrenado esta serie sobre ambición y política el pasado viernes en Netflix y ya está suscitando opiniones de todo tipo. Es lógico. En la serie, Murphy ha dado rienda suelta a todas sus fantasías estrambóticas, que han resultado en un batiburrillo de géneros, estilos y tonos que conviven en precario equilibrio.

El personaje principal, interpretado por Ben Platt (Dando la nota), es un estudiante de instituto de último curso con grandes aspiraciones políticas que se presenta a las elecciones para presidir el consejo de estudiantes de su escuela. En cualquier otro centro educativo, en cualquier otro lugar, a nadie le importarían esas elecciones. Sin embargo, en The Politician, parece que todos los adinerados alumnos del instituto privado tienen algún interés por la política. Las elecciones se transforman en una verdadera guerra en la que no faltan las puñaladas traperas, los líos de cama y, como estamos hablando de Murphy, los números musicales.

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Pero tranquilos, no se ha marcado otro Glee. Esta serie es mucho más oscura y retorcida, casi al estilo de lo que hizo con Scream Queens, pero sin Ariana Grande, y con un sentido del humor que raya en los límites y que recuerda a la adolescencia exagerada hasta el extremo que nos proponían en el remake de Heathers de HBO (Jason A. Micallef). The Politician es una parodia de todo: la política y los políticos, las amistades de instituto, las aspiraciones vitales y las altas esferas norteamericanas. Se vende como una comedia, pero es un gran drama representado a través de los ojos de un protagonista incapaz de sentir nada por los demás.

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Payton, el personaje de Platt, se pasa la serie preguntándose si es buena persona. Lo cierto es que sus objetivos son buenos; su campaña electoral se basa en iniciativas beneficiosas para los alumnos del centro, ecologistas e inclusivas. Sin embargo, Payton no es una persona empática, amable o abnegada. Es un gran actor, capaz de fingir ser cualquiera de esas cosas para ganarse el favor de sus votantes. Porque él quiere gobernar para cambiar el mundo, pero, sobre todo, quiere gobernar. Nada que nos sea especialmente ajeno en el panorama político actual. Esta ambición desmedida es la que lo guía por los ocho episodios de la serie y su incesante transformación y degeneración.

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En The Politician pasan tantos eventos inesperados que es difícil llevar la cuenta. Hay suicidios, intentos de asesinato, estafas, secuestros, conspiraciones y escapadas. Hay enredos de familia, hijos desheredados y musicales de instituto. Sobre todos estos asuntos la serie pasa como si nada, sin el menor atisbo de sentimentalismo o emoción, tal y como los siente el protagonista. Así de impasibles es difícil tomar cariño a los personajes, aunque hay algo en Payton que hace que queramos que le vaya bien. Por lo demás, es como ver desde un rincón la vida de un grupo de adolescentes con pinta de treintañeros extravagantes y molestos.

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La impredictibilidad de la serie es lo primero que nos engancha, porque quedamos a la espera de que nos sorprendan con un nuevo giro de trama. Pero lo que nos hace quedarnos es ese aire surrealista que desprende toda la historia, un toque ficticio que nos asegura que lo que vemos es producto de la imaginación humana, y que nos distrae del hecho de que hay muchos rasgos que sí concuerdan con la realidad.

Desde el carácter ambicioso del protagonista, hasta las tramas de conspiración política a pequeña escala, pasando por ese genial capítulo 5 centrado en “el votante”. Justo a mitad de la serie, nos aleja del foco de atención de los protagonistas para demostrar que lo que para unos es toda su vida, a otros personajes puede no importarles en absoluto; vemos la total apatía política de quien no cree que su voto vaya a cambiar nada.

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Todo ocurre sin razón aparente, solo para satisfacer los caprichos de Murphy que, después de dejarse llevar por algunos capítulos muy locos en sus series anteriores, ha desatado todo su potencial de maníaco —en el buen sentido— en The Politician. Por ello, hay tramas por las que pasamos de forma muy superficial y otras que no llegan a cerrarse. El foco real de la historia es ir tachando items de la lista de ocurrencias del guionista y creador. Lo que en manos de cualquier otro habría resultado en algo como The I-Land o Insaciable, aquí parece una genialidad; una sucesión de escenarios, personajes y tramas cada vez más alocados que no nos permiten apartar los ojos de la pantalla. Esta es una serie que hay que ver hasta el final y del tirón.

En la psique del creador

Por supuesto, su propia excentricidad la convierte en un producto engañoso, poco susceptible a las medias tintas. A quien le guste le va a enamorar, pero a quien no, no podrá verla ni entre las recomendaciones de la plataforma. Es esta tendencia a la polarización lo que la hace aún más atrayente y, desde luego, merece que le concedamos el beneficio de la duda. Aunque solo sea por el estridente reparto, que va desde el portento musical de Platt, hasta una Gwyneth Paltrow como nos la imaginaríamos en la vida real: etérea y con la cabeza en otro planeta, el de los cristales mágicos y los huevos vaginales, y quizá no es una afirmación muy descabellada teniendo en cuenta que otro de los guionistas, Brad Falchuk, lleva un año casado con ella y ya se sabe que la inspiración viene de lo cotidiano.

La serie también nos ofrece a una fantástica Jessica Lange en el papel de una mujer excéntrica y orgullosa, a la joven Zoey Deutch, que habíamos visto en la infame adaptación de Vampire Academy y se explaya aquí en un papel inocentón y disparatado. Tenemos a la tenista Martina Navratilova como profesora de equitación lesbiana y a Bette Midler, la bruja Winifred de Hocus Pocus, como directora de la campaña electoral de una importante senadora. Como decíamos, personajes extravagantes, inesperados y desconcertantes que, juntos, conforman un mosaico demente y espectacular al mismo tiempo. Si la mente de Murphy pudiera representarse gráficamente, nos la imaginaríamos así.

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