En 1999, una persona en Vancouver, Canadá, contrajo una enfermedad poco frecuente, transmitida por un hongo cuyas esporas provocan una sintomatología similar a la de la neumonía, que en ciertas ocasiones puede empeorarse con la aparición de una menigoencefalitis potencialmente mortal. Hasta entonces, los únicos casos conocidos de infecciones por este patógeno, llamado Cryptococcus gattii, se habían dado en Papua Nueva Guinea, Australia y América del Sur. Sin embargo, desde ese momento el número de enfermos en la costa este de América del Norte y Canadá siguió creciendo, hasta alcanzar trescientos infectados, de los cuales aproximadamente el diez por ciento murieron. Paralelamente, también muchos animales pertenecientes a la fauna de la zona se vieron afectados del mismo modo.

Los microbiólogos y epidemiólogos no entendían qué estaba pasando. ¿Cómo podía ser que un hongo ajeno a aquella zona, que apenas había causado unas pocas infecciones en el mundo, estuviese de repente afectando y matando a tantas personas? Han sido muchos los investigadores dedicados a buscar respuestas a esta pregunta. Ahora, un equipo de científicos del Instituto de Investigación de Genómica Traslacional de Arizona y la Universidad Johns Hopkins ha dado una explicación que a bote pronto parece sacada de una película de ciencia ficción, pero que en realidad resulta bastante plausible. Se trata de una larga historia que empezó hace mucho, mucho tiempo, más de cincuenta años atrás.

El hongo que cruzó el Pacífico

Este último estudio parte de cuatro posibles teorías para la distribución de C.gatti de un océano a otro.
La primera contempla que podría haber viajado junto a alguna bandada de aves migratorias, posiblemente cisnes negros. La segunda, que se encontrara en los eucaliptos que en el pasado se exportaban desde ciertas regiones del Pacífico hasta Estados Unidos y Canadá. Por otro lado, podría haberse desplazado en el interior del tanque de lastre de algún barco o, lo aparentemente más disparatado: ser arrojado por un tsunami.

Los autores de este trabajo empezaron por extraer muestras del hongo, tanto del suelo como de los árboles las zonas costeras de Columbia Británica, Washington y Oregón, así como del cuerpo de algunos mamíferos marinos. Tras secuenciar su material genético, utilizaron una técnica conocida como reloj molecular, que se basa en observar el número de diferencias entre dos secuencias de ADN para deducir el tiempo que separa a dos especies.

De este modo, pudieron comprobar que uno de los subtipos del patógeno que se analizaron llegó desde Brasil hace poco menos de un siglo. Esto coincidiría con la apertura del canal de Panamá en 1914, con la que se conectaron los océanos Pacífico y Atlántico.

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Esto apoyaría la posibilidad de que fueran los buques de carga los que comenzaron a transportar los hongos. Sin embargo, había algo que no cuadraba, ya que parecía ser que varios subtipos de C.gatti habían llegado al mismo tiempo, por lo que más que un desplazamiento paulatino parecía ser más bien el resultado de una liberación abrupta de hongos. Esto solo cuadraría con la posibilidad de un tsunami. ¿Pero cuál?

El único fenómeno que podría coincidir con lo sucedido es el tsunami desencadenado por el terremoto que azotó Alaska en 1964. Este seísmo, de magnitud 9’2 en la escala de Richter, está considerado como el más grande que se ha dado en el hemisferio norte. Se sintió a 4.500 kilómetros de distancia y provocó olas de 67 metros de altura, causando una gran devastación desde la isla de Vancouver hasta las costas de California. Sin duda fue un evento suficientemente grande como para empujar grandes cantidades de agua cargada de hongos hasta el interior de las zonas afectadas.

Varias décadas para hacerse más maligno

Todo esto no parece descabellado, si se tiene en cuenta que otros tsunamis originados por diferentes partes del mundo se relacionaron con un aumento del número de enfermedades provocadas por hongos. De hecho, son comunes los casos de piel fúngica invasiva, además de una afección respiratoria conocida comúnmente como “pulmón de tsunami”. ¿Pero cómo pudo ser que un fenómeno originado en los 60 no diese lugar a ningún síntoma hasta 1999?
También para esto tienen una respuesta los autores del estudio, quienes apuntan al afán de supervivencia del hongo.

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Al parecer, en entornos acuáticos es prácticamente inocuo para el ser humano. Sin embargo, en tierra debe protegerse de otros patógenos, como las amebas, por lo que desarrolla una mayor virulencia que también resulta perjudicial para las personas a las que infecta. Hongos que se vuelven patógenos para protegerse de sus propios patógenos. Suena a trabalenguas endiablado, pero es algo natural como la vida misma.