Suele decirse que sin el matemático Alan Turing, que ayudó a desentrañar el método de encriptación de mensajes empleado por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, la contienda podría haberse prolongado mucho más en el tiempo. Su historia es bien conocida y se ha descrito en numerosas ocasiones en todo tipo de libros y documentales, e incluso en una película, protagonizada por el inglés Benedict Cumberbatch. Sin embargo, él no fue el primer científico que ayudó a ganar una guerra. Por ejemplo, una historia similar se dio durante la Primera Guerra Mundial, cuando el físico William Lawrence Bragg ayudó a desarrollar un método para detectar con alta eficacia la artillería enemiga.
Esta, y otras historias del pasado y el presente, formarán parte durante esta semana de la 177ª reunión de la Sociedad Acústica de América, que se está celebrando en Louisville, Kentucky.
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Sonido para vencer al enemigo
En 1914, recién empezada la Primera Guerra Mundial, el astrónomo Charles Nordmann y el investigador médico Lucien Bull, ambos residentes en París, fueron contratados para diseñar un método que permitiera detectar la artillería del ejército contrario. Para ello decidieron utilizar como herramienta la acústica, de modo que fuesen las ondas de sonido las que de algún modo ayudaran a identificar las armas.
Su trabajo no terminaba de avanzar, hasta que en 1915 se unió a ellos William Lawrence Bragg, un físico de veinticinco años, que por aquel entonces servía como segundo teniente de la batería de Leicestershire en la Royal Horse Artillery.
El joven se puso al mando de un equipo en el que también se encontraban otros físicos, como el nieto de Darwin, Charles Galton Darwin, el comandante William Tucker o Harold Roper Robinson. Juntos pasaron varios meses de duro trabajo hasta conseguir finalmente una herramienta que cumplía los requisitos que buscaban.
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En un inicio desarrollaron un mecanismo, basado en un micrófono diseñado por Tucker, que permitía detectar la artillería, pero presentaba un problema importante, ya que las armas pesadas explotaban a una frecuencia demasiado baja para ser detectadas por él. Sin embargo, este problema pudo solventarse gracias a un alambre de platino caliente, que se colocaba sobre la boca del micrófono, camuflado con la forma de una caja de municiones y envuelto en una red que reducía el ruido del viento. De este modo, la resonancia de las explosiones de baja frecuencia perturbaba el aire alrededor del cable, enfriándolo, cambiando su resistencia y creando un pulso de señal que podía detectarse fácilmente.
Con estas innovaciones, el micrófono era tan eficiente que podía incluso diferenciar entre varios tipos de artillería.
Pero, por si fuera poco, estos científicos, liderados por Bragg, fueron más allá, añadiendo a su invención un dispositivo, conocido como “galvanómetro arpa”. A grandes rasgos, este consistía en una serie de cables de cobre, colocados entre imanes, cada uno conectado a micrófonos separados ocultos a través de un kilómetro o más de terreno, en cualquier dirección.
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De este modo se multiplicaba el efecto y, además, cuando se generaba una señal en los micrófonos, la interacción con el campo magnético generado por los imanes propiciaba que se movieran los cables, bajo los cuales un rollo de película iba registrando todas las señales.
Tal fue el éxito de esta nueva herramienta, bautizada como rango de sonido, que el Ejército de los Estados Unidos también comenzó a utilizarlo al unirse a la guerra, continuando con su utilización incluso en la posterior Segunda Guerra Mundial.
Premios y reconocimientos
La gran ayudo que ofreció el equipo de científicos liderado por Bragg durante la guerra llevó a que el joven físico fuese condecorado con la Cruz Militar y nombrado Oficial de la Orden del Imperio Británico.
Pero los reconocimientos bélicos no fueron los únicos que este científicos obtuvo durante su juventud, ya que muy poco tiempo después su padre y él recibieron el Premio Nobel de Física, por su trabajo en el área de la cristalografía de rayos X. Así, a sus veinticinco años, William Lawrence se convirtió en la persona más joven en obtener este galardón, siendo este un récord que aún ostenta a día de hoy.
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Su historia es menos conocida que la de Turing, aunque se diferencia también en que él ganó el Nobel y múltiples reconocimientos militares, mientras que el matemático inglés se suicidó, después de ser condenado a someterse a un tratamiento para “curar” su homosexualidad. El final fue diferente, por culpa de los prejuicios de la sociedad. Sin embargo, dejando esto a un lado, ambos son un gran ejemplo de algo que se ha podido comprobar en numerosas ocasiones: que una guerra no se gana solo desde las trincheras.