Aunque continuamente los telediarios nos bombardean con noticias que evidencian cada vez más la maldad humana, el mundo sigue lleno de buenas personas, que trabajan cada día para ayudar a los demás, sin esperar nada a cambio. Sin embargo, debemos aprender a diferenciar entre ofrecer ayuda e imponerla a la fuerza. De no ser así, nos podría pasar lo mismo que a John Chau, el joven misionero estadounidense que recientemente murió abatido a flechazos por los miembros de una de las tribus de la isla de Sentinel del Norte, en la India, a los que quería forzar a toda costa a recibir su ayuda y, por supuesto, la palabra de Dios.
Aunque parezca imposible, todavía quedan tribus aisladas de la civilización
El suceso no fue ni repentino ni inesperado; pues, como contó en su diario en las jornadas previas a su muerte, no era la primera vez que intentaba acercarse hasta ellos. La penúltima de estas ocasiones había terminado con una flecha clavada en su Biblia mientras él huía hacia la barca de los pescadores que le habían llevado ilegalmente hasta allí. Aunque casual, el suceso era un buen aviso del poco interés que tenían los aborígenes en introducirse al catolicismo. Sin embargo, él decidió insistir hasta que las flechas acertaron en su cuerpo, que terminó enterrado en la playa, donde aún sigue, hasta que los servicios de rescate encuentren el momento perfecto para rescatar el cadáver sin perturbar a la tribu.
La libre decisión de vivir aislado
Se calcula que en el planeta hay alrededor de cien tribus que viven aisladas de la sociedad, asentadas normalmente en zonas boscosas y de difícil acceso. La mayoría, según ha contado a Hipertextual el doctor Gustavo Politis, arqueólogo y profesor de la Universidad del centro de Buenos Aires, viven probablemenete en Sudamérica, especialmente en el oeste de Brasil y este de Perú. Muchas de ellas muestran comportamientos agresivos ante la posibilidad de ser visitados por personas ajenas a ellos, tanto de la sociedad “civilizada” como de otras tribus vecinas. Buen ejemplo de ello es precisamente el de los Sentineleses, que acostumbran a amenazar con lanzas y flechas a las personas que se acercan a pie, como el misionero estadounidense, pero también a las avionetas y helicópteros que sobrevuelan la zona. Esto hace prácticamente imposible llevar a cabo tareas tan simples como contar cuántos miembros tiene la población o facilitarles enseres que puedan necesitar para su día a día. Pero la pregunta es: ¿realmente todo esto es necesario?
La doctora Inés Domingo, profesora de investigación ICREA de la Sección de Prehistoria y Arqueología de la Universitat de Barcelona, dedica parte de su investigación a explorar los aspectos sociales y territoriales del arte rupestre desde una perspectiva etnoarqueológica. Para ello, se desplaza a menudo a Australia, donde trabaja codo con codo, tanto con investigadores locales como con aborígenes. Estos ya no viven en tribus con una forma de vida tradicional, sino que han sido forzados a sedentarizarse, con unas consecuencias muy negativas para su bienestar.
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Para empezar, se les ha obligado a dejar de cazar y recolectar sus alimentos. Sin embargo, nadie les ha explicado cómo adaptarse a nuestra forma de alimentarse. “Imagina que de repente un país muy lejano viene aquí, conquista la Península Ibérica y nos dice que solo podemos tomar los vegetales procedentes de su región, pero no nos explican cómo hacerlo”, narra la arqueóloga a este medio. “No sabemos si se pueden tomar crudos o no, ni si es necesario hervirlos porque puedan ser venenosos, ni nada. Finalmente, terminas tomando comida basura, con todo lo que esto implica para la salud”. Eso es lo que han terminado haciendo muchos aborígenes australianos, que basan principalmente su dieta en el consumo de fritos y comida enlatada. Esto lleva a que desarrollen un gran número de trastornos asociados a la mala alimentación, como la diabetes o la obesidad.
Pero eso no es todo, ya que se les margina de nuestro sistema cultural, pero tampoco se les deja vivir como eran. Esta falta de identidad tiene un gran riesgo para su salud psicológica. “Muchos caen en el alcoholismo, esnifan petróleo o desarrollan comportamientos agresivos. Además, los índices de suicidio infantil son muy elevados”. ¿Estamos haciendo algún bien entonces a estas personas? Para Inés Domingo la respuesta está clara:
“Los miembros de estas tribus tienen un éxito evolutivo muy similar al nuestro, pues han llegado al siglo XXI sin problemas. ¿Por qué tendríamos que obligarles a vivir como nosotros?”.
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Además, utiliza un ejemplo muy claro para exponer su postura: “Si ahora hubiese una gran catástrofe, muy pocos de nosotros sabríamos cómo fabricar un teléfono móvil o un ordenador. Disponemos de un gran desarrollo tecnológico como sociedad, pero no individualmente. Para colmo, no sabemos cómo cazar o qué vegetales debemos recolectar, por lo que en ese sentido sobreviviríamos peor que ellos en una situación así”.
Por todo esto, es muy importante dejar que las tribus aisladas permanezcan así. Algunos gobiernos ya están tomando medidas al respecto, aunque en muchos casos no son suficientes. Esto lo ha podido comprobar de primera mano el profesor Politis, pues su trabajo le ha llevado a trabajar con tribus del Amazonas, algunas de ellas casi totalmente aisladas. "Se ha prohibido el contacto, pero en general no hay control en muchas partes, así que a pesar de esto hay gente que entra ilegalmente en estos territiorios", asegura. El objetivo es que sean los indígenas los que decidan si quieren salir de su aislamiento, aunque sea en casos muy concretos. "Algunos grupos han tenido contacto esporádico con los occidentales, en tiempos cercanos o remotos. De otros no se sabe".
Enfermedades a cambio de la palabra de Dios
Irrumpir en los terrenos que ocupan las tribus, como la que acabó con la vida del misionero, es irresponsable por muchas razones. En primer lugar, ellos han tomado la decisión de vivir de ese modo y nada ni nadie deberían contradecirles. Sin embargo, hay un motivo aún más imperioso para ello, ya que el simple hecho de que alguien acceda a su espacio puede hacer peligrar su salud e incluso su vida, al ponerles en contacto con patógenos a los que jamás han accedido. Enfermedades que la mayoría de nosotros hemos pasado con éxito, como la varicela o la gripe, pueden suponerles la muerte, ya que su sistema inmunológico no está preparado para combatirlas, por no haberse sometido a un proceso conocido como respuesta humoral primaria.
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Cuando una sustancia extraña, llamada antígeno, penetra en el organismo, es reconocida por una de las armas del arsenal del sistema inmune: las células B. A continuación, algunas de estas se diferencian en células plasmáticas, cuya función es la fabricación y secreción de anticuerpos, que se unen a ese patógeno que acaba de irrumpir y lo marcan, para que más tarde sea destruido por otras células, llamadas macrófagos. En muchas ocasiones, también es necesaria la acción de los linfocitos T colaboradores, que se unen a las células B para que puedan llevar a cabo su función. Finalmente, algunas de esas células B quedan transformadas en células de memoria, que entrarán de nuevo en acción si el mismo antígeno vuelve a hacer acto de presencia. En ese caso, se desencadenará una respuesta mucho más rápida que la inicial.
Los primeros pasos, hasta que se forman las células de memoria, componen lo que se conoce como respuesta humoral primaria, que tarda en desencadenarse entre 5 y 10 días, dependiendo del tiempo de exposición al antígeno. En cambio, la segunda respuesta, que se genera a partir de las células de memoria, es mucho más rápida, pues se desencadena aproximadamente a los tres días de la infección. Esta es la razón por la que, una vez que hemos estado en contacto con un virus, como la varicela, no volvemos a enfermar o, en los casos en los que sí enfermamos, lo hacemos de una forma mucho más leve. Además, es el mecanismo principal en el que se basan las vacunas, ya que nos ponen de forma segura en contacto con patógenos atenuados o con alguno de sus componentes, de modo que nuestro cuerpo genere la artillería necesaria para combatirlo en caso de una infección real. Ahora bien, ¿qué ocurre si toda una población entra en contacto con agentes infecciosos con los que jamás han estado en contacto ni lo más mínimo?
¿Qué tipos de vacunas existen?
Eso es lo que le ocurriría a los miembros de tribus como los sentineleses o cualquiera de las que viven aisladas por todo el mundo. “Nosotros estamos continuamente en contacto con virus y bacterias en lugares tan habituales como un autobús o un aula de universidad, pero ellos no”, explica a Hipertextual el doctor Guillermo López Lluch, investigador y profesor de inmunología en la Universidad Pablo de Olavide. “Si de repente alguien de fuera de la tribu llevara hasta ellos algunos de estos patógenos, sería necesario esperar a que se diera la respuesta humoral primaria, por lo que estarían expuesto durante mucho tiempo”. Esto les haría enfermar antes de que su sistema inmune, que jamás se ha encontrado con algo similar, pudiese reaccionar.
Quizás John Chau pensó que él no pudiera portar ninguna enfermedad, especialmente si se encontraba bien y no tenía síntomas de ninguna patología. Sin embargo, como bien cuenta López Lluch, muchas enfermedades se pueden transmitir antes de que ocasionen síntomas. Además, factores a los que nosotros no les damos importancia podrían ser muy peligrosos para ellos. “Por ejemplo, nadie le da importancia a un herpes labial”, argumenta el investigador. “Sin embargo, alguien con una de estas calenturas puede contagiar el virus de la varicela”. ¿Qué ocurriría si toda una población enfermara? Para empezar, no tendrían a nadie que les cuide. “Yo ya he pasado la varicela, por lo que estoy inmunizado y si alguien a mi alrededor enferma, puedo cuidar de él, pero si todos enferman a la vez no podrían cuidarse los unos a los otros. La población quedaría seriamente diezmada”. Especialmente se verían afectados los niños y las personas mayores. Eso, en una población en la que quizás viven un par de cientos de personas, podría ser desastroso.
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Por otro lado, tampoco tienen los hospitales o la infraestructura adecuada para poder atender debidamente las enfermedades que pudieran surgir, pero en realidad no los necesitan. “Suelen tener algunos casos de parasitosis, pero no de los patógenos con los que nosotros solemos enfermar” aclara López Lluch.
Las únicas defensas de las que disponen para las enfermedades que puedan llegar hasta ellos son las flechas con las que asaetan a cualquiera que intente invadir su espacio. Sin duda, el caso del joven misionero estadounidense es una gran tragedia. La única esperanza que queda después de que ocurra algo así es que pueda servir para disuadir a otras personas de actuar como él lo hizo. La libertad de un individuo, o una sociedad en este caso, consiste en decidir cómo quiere vivir. A los demás puede no parecernos la forma correcta, pero en el momento que le imponemos la que nosotros consideramos mejor para ellos, estamos privándoles de ser libres. Y eso, incluso dejando a un lado los problemas relacionados con enfermedades, es un gravísimo error.